“Los ecologistas son los que estropean el campo porque los de ciudad no vamos”. Esta frase es del periodista Luis Carandell. Como ocurrencia más o menos graciosa no está mal. En realidad, no es más que una gilipollez en un mundo repleto de gilipolleces. Ni merece la pena rebatirla. Imagino que Carandell lo sabía, pero la tentación del chiste fácil es bastante poderosa. Yo caigo constantemente. Al fin y al cabo, restar dramatismo a un mundo por definición dramático suele ser sinónimo de salud mental. El problema estriba en que hay quienes se toman este tipo de gilipolleces en serio.
Leo esto –lo de Carandell– en el diario Negocio. El titular de la noticia reza así: “Quien vaya a la Antártida, que pague”. Resumiendo: que la Fundación Abertis ha llegado a la conclusión de que, para sufragar parte de los gastos que genera el seguimiento y control del impacto ambiental del turismo sobre los ecosistemas antárticos, sería bueno que los turistas que se desplazan hasta este rincón del planeta pagasen un tasa. Vamos, lo que vendría a ser la Ecotasa del primer gobierno del Pacto.
Del citado informe, me quedo con el perfil del turista antártico, un señor (o señora) “procedente de sectores sociales con elevado poder adquisitivo y en general de edad avanzada. La mayoría de este colectivo no tiene una especial sensibilidad ni una gran motivación por disfrutar del patrimonio natural del continente”. Entonces, ¿por qué coño se van hasta tan lejos, con el frío que debe hacer? Su motivación, siempre según el Informe, es “el disfrute de pisar el único continente en el que no habían estado previamente”. Uno de esos viajes en que lo mejor consiste en regresar y mostrar las fotos. Como casi todos…
En fin, no nos escandalicemos. Lo mismo es aplicable a las relaciones de pareja.
UH, 30/06/09