Ángel González y yo
Yo conocí a Mario Benedetti el mismo día que conocí a Ángel González, un día extraño del que apenas guardo recuerdo, el suficiente para escribir estas líneas sobre Benedetti que en realidad son unas líneas sobre la imposibilidad de la comunicación o sobre el absurdo de todo o tal vez sobre el tremendo ego que todos los escritores arrastramos o puede que sobre nada en particular, lo que se dice escribir por escribir, siendo entonces el uruguayo mera excusa, título de estas líneas, poco más. Me decante por lo que me decante y aunque no me decante por nada, yo conocí a Mario Benedetti. También, como he dicho, conocí a Ángel González, pero he empezado estas líneas con el firme propósito (con toda la firmeza que suelen tener mis propósitos más firmes) de hablar de Mario Benedetti, del día que conocí a Mario Benedetti. Ahora Benedetti y González están muertos y yo los conocí el mismo día y hablé con ellos ese mismo día del que apenas queda un rastro difuso en Google, nuestra memoria global y fuente de conocimiento. Fue el 27 de mayo de 2003, en la Casa de América, Madrid. En fin, que no solo conocí y hablé con Benedetti y González, sino que incluso recité con ellos, bueno, no es que recitáramos juntos, pero sí compartimos cartel y escenario en una Casa de América abarrotada de gente, como si en vez de poetas o supuestos poetas allí hubiese estrellas del panorama pop español. Yo, debo aclararlo, no soy una estrella del panorama pop español. Por supuesto, Benedetti y González tampoco. De haber podido escoger, probablemente nos hubiésemos decantado por lo de estrellas del panorama pop español, pero estas cosas no se escogen, te toca lo que te toca y a nosotros nos tocó ser poetas. Perdón por el atrevimiento, por el hecho de sumarme al grupo, de ponerme a la par, no era ni es para nada mi intención. Es obvio que de haber peldaños, yo estaría en uno de los primeros y ellos, Benedetti y González, en uno -cada uno el suyo- de los últimos. Y entiéndase ‘primero’ por el más bajo y ‘último’ por el más alto. Lo que no voy a hacer es entrar en comparaciones, comparar a estos dos poetas, a estos dos grandes poetas que conocí el mismo día, porque, como es sabido, las comparaciones son odiosas y porque no me apetece y esto, además, lo último que quisiera ser es un estudio crítico sobre la obra poética de estos dos poetas ya muertos que conocí el mismo día del año 2003. Debo matizar. Cuando digo que conocí a Mario Benedetti, estoy empleando el verbo conocer en su acepción cuarta según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, es decir, “tener trato y comunicación con alguien”. Para nada me estoy refiriendo a su acepción sexta, esto es, “tener relaciones sexuales con alguien”. No, no tuve relaciones sexuales con Mario Benedetti, es más, no tuve relaciones sexuales con Ángel González –sin duda más pícaro que el uruguayo. Tuve trato y comunicación con ambos, si bien lo de comunicación es discutible si por comunicación entendemos la acción y el efecto de “hacer a otro partícipe de lo que uno tiene”. Pero a lo que iba: yo conocí o, mejor, yo hablé con Mario Benedetti. Con Ángel González también hablé, es más, incluso conservo foto del momento y puede que su firma en algún libro o programa perdido por alguno de los cajones de casa, pero lo que hablamos el ovetense y yo lo he olvidado por completo, no queda nada, ni un mísero “gracias” o “encantado”. En cambio, recuerdo perfectamente la conversación o, más bien, el intercambio de frases que mantuvimos Mario Benedetti y yo. De ahí su protagonismo en estas líneas. Nos encontrábamos en una sala al lado del escenario, en el backstage, a la espera de realizar nuestra irrupción triunfal, tan anhelada por la masa enfebrecida y sedienta de poesía. Sin duda, Mario Benedetti era la estrella, el aglutinador y el reclamo y el estandarte de algo que excede a la poesía pero que tiene que ver con ella. Lo recuerdo sentado en una especie de sofá que habían instalado expresamente para él. Ya no andaba bien de salud, lo cual hace más heroica su presencia allí, entre poetas novatos. Todos (me refiero a los otros poetas, con la excepción de Ángel González) revoloteábamos alrededor de él, de Mario Benedetti, como sin duda lo harían todos los estudiantes españoles de periodismo de tener ahí, al alcance de la mano, a Hermida o Mercedes Milá. Finalmente me armé de valor y me acerqué a Mario, a Don Mario, al señor Benedetti. Le dije que para mí era un honor conocerlo, compartir escenario, que había leído muchos de sus libros (absolutamente cierto) y que me habían gustado e influido mucho (relativamente cierto). Mario Benedetti agradeció mis palabras con un movimiento de cabeza y una sonrisa educada y distante y puede que algo cansada y aburrida. Entonces le dije que yo era de Mallorca, de Palma concretamente, y que sabía por sus poemas o por alguna entrevista o artículo que él había vivido en Palma a principios de los ochenta, cerca de la plaza Gomila o en la misma plaza Gomila. Benedetti abrió más los ojos y me miró con algo más de atención. Se equivoca, joven, me corrigió Mario Benedetti, yo no vivo en Mallorca, viví en Palma, cierto, pero de eso hace ya mucho. Quise explicarle que sí, que ya lo sabía, que no me había entendido, que era yo el que vivía en Mallorca, pero de pronto apareció la organizadora del evento y me agarró del brazo y me preguntó si estaba preparado para después dirigirse al resto de poetas y anunciar que el acto estaba a punto de empezar. Luego se olvidó de nosotros y se centró en Benedetti, al que ayudó a levantarse para acompañarlo de la mano hasta el asiento que tenía reservado junto a Ángel González, desaparecido hasta entonces. Lo que sigue carece de importancia, al menos aquí. La masa enfebrecida y sedienta de poesía nos recibió con aplausos y vítores y cuando digo que nos recibió con aplausos y vítores en realidad estoy queriendo decir que recibió a Mario Benedetti y Ángel González con aplausos y vítores. Tras la presentación del evento, me tocó a mí, como poeta más joven, inaugurar el recital. En fin, para qué extenderse más. Acabado el acto y después de que Ángel González me firmara un libro o el programa del festival o tal vez una hoja suelta, una chica se me acercó con Al fin has conseguido que odie el blues entre las manos y me pidió si podía firmárselo y yo no me lo podía creer y casi me enamoré y le di las gracias y no, no es que casi me enamorara, sino que me enamoré perdidamente para olvidarlo al rato, unos minutos después. Pasado el tiempo, me olvidé también de aquel día, el día que conocí a Mario Benedetti, el cual fue también el día que conocí a Ángel González, hasta hoy, que he querido dejarlo por escrito aquí, a modo de homenaje, con unas gotas de vanidad y necrofilia, como es costumbre entre nosotros.
Yo conocí a Mario Benedetti el mismo día que conocí a Ángel González, un día extraño del que apenas guardo recuerdo, el suficiente para escribir estas líneas sobre Benedetti que en realidad son unas líneas sobre la imposibilidad de la comunicación o sobre el absurdo de todo o tal vez sobre el tremendo ego que todos los escritores arrastramos o puede que sobre nada en particular, lo que se dice escribir por escribir, siendo entonces el uruguayo mera excusa, título de estas líneas, poco más. Me decante por lo que me decante y aunque no me decante por nada, yo conocí a Mario Benedetti. También, como he dicho, conocí a Ángel González, pero he empezado estas líneas con el firme propósito (con toda la firmeza que suelen tener mis propósitos más firmes) de hablar de Mario Benedetti, del día que conocí a Mario Benedetti. Ahora Benedetti y González están muertos y yo los conocí el mismo día y hablé con ellos ese mismo día del que apenas queda un rastro difuso en Google, nuestra memoria global y fuente de conocimiento. Fue el 27 de mayo de 2003, en la Casa de América, Madrid. En fin, que no solo conocí y hablé con Benedetti y González, sino que incluso recité con ellos, bueno, no es que recitáramos juntos, pero sí compartimos cartel y escenario en una Casa de América abarrotada de gente, como si en vez de poetas o supuestos poetas allí hubiese estrellas del panorama pop español. Yo, debo aclararlo, no soy una estrella del panorama pop español. Por supuesto, Benedetti y González tampoco. De haber podido escoger, probablemente nos hubiésemos decantado por lo de estrellas del panorama pop español, pero estas cosas no se escogen, te toca lo que te toca y a nosotros nos tocó ser poetas. Perdón por el atrevimiento, por el hecho de sumarme al grupo, de ponerme a la par, no era ni es para nada mi intención. Es obvio que de haber peldaños, yo estaría en uno de los primeros y ellos, Benedetti y González, en uno -cada uno el suyo- de los últimos. Y entiéndase ‘primero’ por el más bajo y ‘último’ por el más alto. Lo que no voy a hacer es entrar en comparaciones, comparar a estos dos poetas, a estos dos grandes poetas que conocí el mismo día, porque, como es sabido, las comparaciones son odiosas y porque no me apetece y esto, además, lo último que quisiera ser es un estudio crítico sobre la obra poética de estos dos poetas ya muertos que conocí el mismo día del año 2003. Debo matizar. Cuando digo que conocí a Mario Benedetti, estoy empleando el verbo conocer en su acepción cuarta según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, es decir, “tener trato y comunicación con alguien”. Para nada me estoy refiriendo a su acepción sexta, esto es, “tener relaciones sexuales con alguien”. No, no tuve relaciones sexuales con Mario Benedetti, es más, no tuve relaciones sexuales con Ángel González –sin duda más pícaro que el uruguayo. Tuve trato y comunicación con ambos, si bien lo de comunicación es discutible si por comunicación entendemos la acción y el efecto de “hacer a otro partícipe de lo que uno tiene”. Pero a lo que iba: yo conocí o, mejor, yo hablé con Mario Benedetti. Con Ángel González también hablé, es más, incluso conservo foto del momento y puede que su firma en algún libro o programa perdido por alguno de los cajones de casa, pero lo que hablamos el ovetense y yo lo he olvidado por completo, no queda nada, ni un mísero “gracias” o “encantado”. En cambio, recuerdo perfectamente la conversación o, más bien, el intercambio de frases que mantuvimos Mario Benedetti y yo. De ahí su protagonismo en estas líneas. Nos encontrábamos en una sala al lado del escenario, en el backstage, a la espera de realizar nuestra irrupción triunfal, tan anhelada por la masa enfebrecida y sedienta de poesía. Sin duda, Mario Benedetti era la estrella, el aglutinador y el reclamo y el estandarte de algo que excede a la poesía pero que tiene que ver con ella. Lo recuerdo sentado en una especie de sofá que habían instalado expresamente para él. Ya no andaba bien de salud, lo cual hace más heroica su presencia allí, entre poetas novatos. Todos (me refiero a los otros poetas, con la excepción de Ángel González) revoloteábamos alrededor de él, de Mario Benedetti, como sin duda lo harían todos los estudiantes españoles de periodismo de tener ahí, al alcance de la mano, a Hermida o Mercedes Milá. Finalmente me armé de valor y me acerqué a Mario, a Don Mario, al señor Benedetti. Le dije que para mí era un honor conocerlo, compartir escenario, que había leído muchos de sus libros (absolutamente cierto) y que me habían gustado e influido mucho (relativamente cierto). Mario Benedetti agradeció mis palabras con un movimiento de cabeza y una sonrisa educada y distante y puede que algo cansada y aburrida. Entonces le dije que yo era de Mallorca, de Palma concretamente, y que sabía por sus poemas o por alguna entrevista o artículo que él había vivido en Palma a principios de los ochenta, cerca de la plaza Gomila o en la misma plaza Gomila. Benedetti abrió más los ojos y me miró con algo más de atención. Se equivoca, joven, me corrigió Mario Benedetti, yo no vivo en Mallorca, viví en Palma, cierto, pero de eso hace ya mucho. Quise explicarle que sí, que ya lo sabía, que no me había entendido, que era yo el que vivía en Mallorca, pero de pronto apareció la organizadora del evento y me agarró del brazo y me preguntó si estaba preparado para después dirigirse al resto de poetas y anunciar que el acto estaba a punto de empezar. Luego se olvidó de nosotros y se centró en Benedetti, al que ayudó a levantarse para acompañarlo de la mano hasta el asiento que tenía reservado junto a Ángel González, desaparecido hasta entonces. Lo que sigue carece de importancia, al menos aquí. La masa enfebrecida y sedienta de poesía nos recibió con aplausos y vítores y cuando digo que nos recibió con aplausos y vítores en realidad estoy queriendo decir que recibió a Mario Benedetti y Ángel González con aplausos y vítores. Tras la presentación del evento, me tocó a mí, como poeta más joven, inaugurar el recital. En fin, para qué extenderse más. Acabado el acto y después de que Ángel González me firmara un libro o el programa del festival o tal vez una hoja suelta, una chica se me acercó con Al fin has conseguido que odie el blues entre las manos y me pidió si podía firmárselo y yo no me lo podía creer y casi me enamoré y le di las gracias y no, no es que casi me enamorara, sino que me enamoré perdidamente para olvidarlo al rato, unos minutos después. Pasado el tiempo, me olvidé también de aquel día, el día que conocí a Mario Benedetti, el cual fue también el día que conocí a Ángel González, hasta hoy, que he querido dejarlo por escrito aquí, a modo de homenaje, con unas gotas de vanidad y necrofilia, como es costumbre entre nosotros.