viernes, 7 de agosto de 2009

Comida entre escritores


Una vez comí entre escritores y no hablo de escritores aficionados o más o menos aficionados, sino de escritores de verdad, con libros publicados en editoriales de prestigio y opiniones influyentes y traducciones a varios idiomas e incluso lectores fieles, algo prácticamente imposible de conseguir si excluimos el círculo familiar y a esos dos o tres amigos que solemos calificar como amigos verdaderos. No corresponde aquí indagar en los motivos que tienen esos familiares o esos llamados amigos verdaderos para leer todo lo que a uno le publican; esto no pretende ser un relato de terror, ni aspira a añadir sombra o mierda sobre estas relaciones tan necesarias, tan ineludibles, beneficiosas en un momento pero terriblemente dañinas a la larga. El roce, en contra de lo que suele decirse, no hace el cariño sino que embrutece y fomenta la violencia y la autodestrucción. Pero no, no quería ni quiero adentrarme en este terreno enfangado, chapotear en mis contradicciones y neurastenias y gilipolleces. Bastante tienen los posibles lectores de estas líneas con soportar mi vanidad. De todos modos, no creo que mi vanidad sea más grande que la vanidad de los posibles lectores que puedan recalar aquí, ya que vivimos en un mundo de vanidades y, como seres terriblemente individuales (pese a la dictadura de las modas), somos portadores de una vanidad cósmica que, sin embargo, admite sin muchos problemas la vanidad de los otros. La cuestión, en fin, es que una vez comí entre escritores, cada uno con su vanidad y sus anécdotas y sus opiniones y su pose según el papel que le era y le es propio. A mi derecha se encontraba José Carlos Llop, del que en general he leído con placer artículos, poemas, dietarios y novelas. Se trata de un autor elegante, algo frío, que practica la distancia y el refinamiento y el amor por la llamada alta cultura o cultura no de masas y que debería haber nacido en el tiempo de los consulados y las colonias y en un país algo más europeo. De este autor mallorquín con sangre británica o tal vez francesa recuerdo con buen sabor de boca su poemario La oración de Mr. Hyde y su dietario La escafandra. No he leído su última novela, París: suite 1940, pero intuyo que acabaré haciéndolo. En todo caso, dejo el asunto en manos del azar. Enfrente, algo a la izquierda, se encontraba Román Piña, pero aquí no corresponde hablar de Román Piña porque Román, al igual que yo, no atesora opiniones influyentes ni traducciones a varios idiomas y sus lectores fieles, de tenerlos, dudo mucho que se hallen fuera del círculo descrito al principio de estas líneas. Así pues, no hablaremos de Román Piña, del que admiro su tesón editorial, la oportunidad que ha dado a muchos de publicar sus primeros escritos y el buen ojo que tuvo con Agustín Fernández Mallo, que no estaba en la comida y casi mejor, ya que, de haber estado en la comida, me habría visto obligado a hablar de Agustín Fernández Mallo y hablar de Agustín Fernández Mallo me supondría un pequeño problema porque Agustín Fernández Mallo es un escritor cojonudo al que a veces le pierde ese querer llamar la atención con declaraciones altisonantes y vaticinios y conclusiones algo infantiles. La reseña que Villena le dedicó en El cultural con motivo de la publicación de Postpoesía fue un intento de ponerlo en su sitio, pero el sitio de Agustín Fernández Mallo se encuentra más allá de sus propias declaraciones o de la aceptación o rechazo que estas declaraciones puedan generar. Justo delante de mí, con pinta de andar preguntándose qué cojones estoy haciendo en esta comida, se encontraba Enrique Vila-Matas, el cual tiene el impagable honor (advertencia: se trata de una ironía) de estar entre los autores de los que he leído todo o casi todo, autores cuyos libros he devorado con placer e incluso con entusiasmo y que por esto mismo son parte importante de mi educación sentimental y moral y alguna que otra educación en la que ahora mismo no caigo. Recuerdo su tono de voz bajo, su aire entre despistado y aburrido, su falta de gracia extrañamente graciosa a la hora de contar anécdotas, chistes repetidos o improvisados que todos escuchábamos e intentábamos retener para poder reproducirlos en otras comidas con otros escritores menos relevantes y, por lo tanto, más impresionables. El hecho de que los haya olvidado (los chistes, las anécdotas) dice bien a las claras la clase de persona que soy. Durante mucho tiempo sostuve que uno de mis libros predilectos era Para acabar con los números redondos. Tal afirmación encerraba un punto de excentricidad, ya que este libro no se encuentra entre los más populares del autor catalán. Para ser absolutamente franco, el libro de Enrique Vila-Matas que me hizo picar el anzuelo y me llevó a querer leer todo lo suyo fue Bartleby y compañía, el cual me zampé con total devoción y entusiasmo. Mi relación con Enrique Vila-Matas se sustenta en dos momentos culminantes, por otra parte, los dos únicos momentos existentes en esto que he venido a llamar mi relación con Enrique Vila-Matas. Uno es el de la comida aquí descrita, en la que le hablé con un mínimo de inteligencia, o ésta fue mi impresión, de alguno de sus libros, ya no recuerdo cuál. El otro momento culminante de esta relación tiene que ver con un e-mail que le envié y que Enrique Vila-Matas contestó con inesperada celeridad, con toda la alegría y todo el orgullo que tal cosa supuso para mí. Ver un e-mail de Enrique Vila-Matas en mi por lo general deprimente bandeja de entrada me trasportaba a un mundo ficticio y peligroso para mi endeble salud mental en el que yo era uno de los elegidos, de los señalados por el ambiguo Dios de la genética. Evidentemente, todavía lo conservo, si bien ha disminuido considerablemente la intensidad de mis pajas mentales. Pero sigamos con la comida. Dos o tres sitios a la izquierda de Vila-Matas se encontraba Ignacio Martínez de Pisón, este maño con pinta de antiguo central expeditivo de un equipo de fútbol de la regional española, como si hubiera otro tipo de centrales en cualquier categoría de la regional española. Su semblante era y es más duro que el semblante del otro gran maño, Manuel Vilas, y ya es decir. Pido perdón por los otros grandes escritores maños no mencionados en esta evocación, pero uno tiene sus lagunas y sus debilidades. Diez años atrás (vuelvo a hablar de Ignacio Martínez de Pisón) me rompí la mandíbula riéndome con su novela Carreteras secundarias. Luego, claro, leí otros libros de Ignacio Martínez de Pisón y si bien todos me gustaron nuca más me volví a romper la mandíbula. Por otro lado, siempre que alguien menciona a Ignacio Martínez de Pisón o siempre que veo uno de sus libros en alguna librería, recuerdo el lamento que, según Herralde, solía proferir el autor de El fin de los buenos tiempos. En un país, se quejaba el maño, en el que sólo leen las mujeres, ¿quién va a comprar libros de Ignacio Martínez de Pisón? Y con esta pregunta creo que puedo dar por concluida esta anécdota, esta remembranza de mi comida entre escritores. Soy consciente de que he olvidado a algún escritor, pero son tantas, por fortuna, las cosas que olvidamos que un escritor más o menos carece, creo, de importancia.