Un tal Chuck Klosterman, crítico musical estadounidense, asegura que “accidentes y sobredosis parecen ser el mejor movimiento profesional que puede hacer un roquero”. No le falta razón. De Jimi Hendrix o Jim Morrison a Jeff Buckley o Elliott Smith. La muerte como trampolín o antesala de la inmortalidad musical. Nada parece asegurar de manera más sólida la ascensión a los cielos del rock. Una inversión delicada, cierto, pero altamente rentable, sobre todo para herederos y mitómanos. ¿Y la vejez? ¿Qué hacemos con la vejez de los roqueros que todavía pisan los escenarios? Tal vez habría que preguntarle al flaco poeta canadiense Leonard Cohen, cuyo esqueleto vi doblarse en el escenario del Palma Arena en una especie de oración para ateos ávidos de trascendencia. Siempre fui viejo, diría –o, al menos, es lo que pienso que diría-, por eso moriré joven, cerca de los cien años, en algún escenario al que mis deudas me hayan arrastrado. El elixir de la eterna juventud se extrae del sudor de la vejez anticipada. No se preocupe, yo tampoco lo entiendo. Me basta con la imagen de Leonard Cohen saltando y sonriendo en el Palma Arena, donde recitó todos sus temas míticos con acompañamiento musical incluido. Todos menos Chelsea hotel, la canción que escribió a raíz de su encuentro con Janis Joplin. Yo también amo a Janis Joplin cada vez que escucho Chelsea hotel. Prefería a los chicos guapos, pero con Cohen hizo una excepción, y él, el canadiense, para celebrarlo, nos regaló una nueva tristeza para nuestro baúl de las tristezas necesarias. Qué sería de nosotros sin ellas. Que el Dios en que no creemos nos perdone tanta dicha inexplicable.
UH, 18/08/09