La cultura debe ser universal, accesible, pero su gratuidad la devalúa. No conocemos otra vara de medir que la del dólar o euro. Todos tenemos colgado un precio de la oreja. Si algo no nos cuesta pasta o no lo asociamos con dinero, pierde nuestro respeto o, directamente, deja de existir. De ahí parte de nuestros problemas ecológicos. El aire, la luz, el mar son gratuitos (habría que matizar), por eso los despreciamos tanto. La admiración que profesamos por actores de cine y deportistas viene dada por sus ganancias pecuniarias. Las “listas forbes” nos ponen cachondos. Hablamos con devoción y envidia de lo que ganan al año Rafa Nadal, Brad Pitt o Bill Gates. Si te encierras todas las tardes en tu cuarto para escribir y esto no te reporta ingresos económicos, no pasa de hobby, un entretenimiento absurdo que te quita tiempo para las cosas importantes, es decir, las cosas relacionadas con el dinero. Pero como seas el Stieg Larsson de turno, amigo, entonces matarán por lo que escribes y te exigirán que pases más horas encerrado y hablarán con respeto e incluso con admiración de lo que haces. De hobby adolescente a profesión respetabilísima. Que nadie entienda esto como una queja. Constato hechos, simplemente. Vivimos pendientes de la Lotería. ¡El triunfo del laicismo! Y lo dice alguien que no termina de creerse que el mundo sea redondo. El futuro, que conocemos gracias a las películas de ciencia ficción, nos importa un pito. La paternidad, ejemplo acerbo de nuestro egoísmo y nuestra inconsciencia, no modifica este dato. Y lo dice el padre de la niña más guapa del mundo. Quien no esté de acuerdo con lo que he escrito (ni yo mismo muchas veces estoy de acuerdo con lo que escribo), tiene todo mi respeto. Los otros tres, también.
UH, 22/09/09