Ocurrió en la niñez, una tarde estival, por lo que es posible que en realidad nunca ocurriera. El sopor de la siesta que adensaba el mundo y la mitificación de aquellos veranos vuelven improbable cualquier hecho, incluso el más trivial, transcurrido durante aquellas horas. No se trata de un ejercicio de nostalgia, sino de otro sopor: la obligación contraída con los de la editorial para escribir unas líneas que tengan que ver con el verano. Evidentemente, es verano. El calor húmedo se erige en un estado totalitario, ineludible. Escapo hacia atrás, hacia los trescientos euros prometidos, hacia el oficio –esta mezcla de memoria, imaginación y destreza– para salir airoso de este brete. Ocurrió en la niñez, decía, y quién iba a decir que acabaría escribiendo un cuento que transcurre durante la niñez del protagonista, un relato con niño y verano, yo que siempre odié este tipo de historias. Lo siento, pero no me enternecen, me aburren, me resultan blandas, obvias, soporíferas. La niñez como estado o período no me interesa. Entonces, ¿a cuento de qué estas líneas? La respuesta es sencilla y vergonzante, lo admito. Tiene que ver con la pereza, la prisa y la poca imaginación.
Ocurrió en la niñez, una tarde estival. Si me viese en la obligación de ponerle un título (en cierto modo, lo que acabo de escribir ya me obliga) no al relato en sí sino a la anécdota que lo alienta, quizá me decantaría por el siguiente: “El placer angustioso de los primeros besos”. Soy consciente: muy largo, poco ingenioso, fácilmente olvidable. Además de demasiado explícito. Nunca he destacado por mis títulos. Asimismo, nunca me interesó la sorpresa final en los cuentos, ni ocultar mis cartas, ni dármelas de perspicaz. Por eso mismo debo confesar: adelantar este título me resta trabajo, le exige menos sutileza a mi imaginación o inteligencia. La cosa está clara: se trata de un relato sustentado en tres pilares igualmente despreciables: niñez, verano, primeras experiencias. Mejor no alargar la introducción.
Ocurrió en la niñez, una tarde estival. El marco, como suelen decir los anuncios de las inmobiliarias o la publicidad de los hoteles, era incomparable, ideal para albergar este tipo de historias. Llegados a este punto, estaría bien insertar alguna reflexión barroca sobre el mito extenuado del Paraíso Perdido, pero el calor insoportable de esta tarde estival le resta ímpetu a mi agudeza. Otro punto a explorar sería el de la inhumana resistencia de los niños a las altas temperaturas del verano. No, mejor no avanzar en esta dirección y centrarme en lo del Paraíso Perdido. Se hace inevitable recordar la venta innecesaria y precipitada de aquel inmueble, al poco tiempo revalorizado de una manera brutal, inimaginable incluso para los expertos. Este comentario abre otra vía: la de la endémica mala suerte familiar en el terreno económico. También posibilita la inserción de una burla superficial sobre los pretendidos expertos inmobiliarios, esos farsantes profesionales tan empalagosos. Pero esto no debería ser una escupidera donde soltar mi mala baba, que es mucha, sino un relato estival con niño asustado y ansioso frente a la posibilidad de unos primeros besos que piensa (más bien siente o intuye) tremendamente importantes para su futuro. Un niño incapaz de imaginarse (menos mal) treinta años después, recordando aquellos hechos con tedio y horror, sudoroso, maldiciendo el verano, la necesidad de los trescientos euros, la mala fortuna endémica de su familia en lo económico, esta forma grotesca –hay que admitirlo– de la auto exculpación.
Ocurrió en la niñez, una tarde estival. Se llamaba Rosa y era la prima del hijo de nuestros vecinos. Serán los casi cuarenta grados, pero lo cierto es que no siento ningún tipo de curiosidad por saber qué habrá sido de ella. De todos modos, aunque la sintiera, sólo podría moverme en el terreno de la especulación. Imaginarle unos estudios, un divorcio, dos hijos; tal vez una muerte prematura, un accidente que la postró en una silla de ruedas; puede que un destino exótico en Mauritania o El Salvador como voluntaria en alguna ONG. Lo cierto es que podríamos vivir en la misma ciudad; incluso, podríamos habernos cruzado en infinidad de ocasiones sin ser conscientes de que el tipo de rasgos anodinos y barba canosa (o sea, yo) y la mujer vestida con un estilo casual bastante intencionado (o sea, ella) son los mismos (pero no son los mismos) que protagonizaron aquella escena estival que ahora intento recrear para que el banco no devuelta el recibo del seguro del coche. Qué prosaica la realidad, que mal le sienta a este relato de la niñez la irrupción del seguro de mi coche. Hablar de dinero suele ser de mala educación, pero hacerlo en mitad de una evocación infantil es sinónimo de graves problemas psíquicos o económicos. La combinación de estos dos factores (problemas mentales y de bolsillo) explica en buena medida mi situación actual, pero ya dije lo que esto no debía ser, lo que está siendo pese a mi férrea voluntad en contra. La disciplina, claro, nunca fue mi fuerte. Yo siempre quise verme como un rebelde sin causa; mi madre, por el contrario, siempre aseguró que su hijo era un vago. Es lamentable tener que admitir que al final el tiempo le acabó dando la razón. Y, pese a mi vagancia, reúno las fuerzas y ganas que no tengo e intento hacer de estas líneas (es mentira) algo cándido, perfectamente digerible para mujeres con mala digestión y hombres sentimentales y ordenados, tipos bienpensantes que practican un buenismo capaz de exasperar al mismísimo Dios. En fin, debería calmarme y centrarme en lo que importa, en aquella experiencia valorada en trescientos euros, de la que depende que pueda hacer frente al pago del seguro del coche.
Ocurrió en la niñez, una tarde estival. Pero, bien pensado, este principio es atroz. Sería lícito defender que su autor merece ser fusilado. Ya lo hacen, de todos modos. Pero no debo dejar que esta escupidera se transforme en pañuelo. Para llorar, en esto soy muy clásico, la más estricta intimidad. En los tiempos actuales, para mi desesperación, abundan los profesionales del llanto en público, los blandos de mollera y corazón. No tengas miedo de expresar lo que sientes, aconsejan, temerarios, los pedagogos y cronistas de la actualidad. No soy un defensor a ultranza de la censura, pero pueden estar seguros de que, si gobernara, prohibiría de manera fulminante esos programas patéticos de media tarde en que gentes muy desgraciadas (así se sienten) se plantan frente a las cámaras para, entre llantos e hipos, contar sus problemas sentimentales o familiares. Resulta más pernicioso para la sociedad, al menos para las personas verdaderamente sensibles, que un hipotético decreto que restaurara la censura, la potestad para imponerla por parte, eso sí, de una autoridad competente (yo mismo) en la materia. Sé que no debería decir tales cosas. Mis opiniones, tan incorrectas políticamente, ya me han deparado algún que otro trastorno. De todos modos, me impongo no aprenderme la lección, suspender en esta asignatura. A este empecinamiento me gusta llamarlo mi fortaleza inexpugnable, el último reducto de mi libertad. Me place considerarme un ser radicalmente libre, aunque estas líneas, es decir, este encargo, demuestran el tamaño monumental de mi derrota. Y no consuela que, desde este punto de vista, toda vida no sea más que una metáfora (excesivamente larga) de la derrota.
Ocurrió en la niñez, una tarde estival. El principio está claro. Y a continuación: El marco era incomparable (una ruina futura en la que verter toda la nostalgia que la vida tenía planeado insuflarnos). Se llamaba Rosa y era la prima del hijo de nuestros vecinos. Acotación: dado que el hijo de los vecinos no tiene ninguna relevancia, mejor ascender a Rosa a la categoría de hija. Algo a lo que debe aspirar la buena literatura es a hacer más comprensible, o sea, menos complicada, más creíble, la realidad. Facilitemos entonces las cosas, expulsemos del texto todo lo superfluo, esos detalles que no aportan nada, esos excesos que tratan de ocultar casi siempre la pobreza de la idea a desarrollar. Inventemos, mintamos si es preciso. Esto, al fin y al cabo, no es una confesión, ni un acta levantada por mandato judicial; esto, guste o no, es literatura, y su fin jamás fue la enumeración y clasificación de la realidad. En efecto, no se trata de una ciencia, por eso mismo estoy sentado frente al ordenador en estos momentos. Me explico: mi pereza y mi curiosidad poco incisiva hacen que sólo pueda moverme con cierta solvencia en el terreno literario. Cualquier otra disciplina más seria o cientificista me está vedada. En fin, creo que he llevado el asunto razonablemente bien para poder insertar en este punto, sin que resulte forzado, lo que ayer por la tarde anoté en uno de mis cuadernos: “La experiencia y la reflexión se funden en los procesos creativos que tienen que ver con la escritura. Después llegan el oficio y la imaginación para intentar darle una forma definitiva, respetuosa en lo posible con nuestra inteligencia y sensibilidad”. ¿Son estas líneas respetuosas con mi inteligencia y sensibilidad? Respetuosas o no, serán las que envíe, ya que mañana es el última día para la entrega de textos y, además, ya he sobrepasado las mil quinientas palabras que me pusieron como límite. Mi duda es saber si este texto será catalogado como original (sumándome así a la caterva de imbéciles que ondean la bandera de la originalidad) o como una tomadura de pelo en toda regla. Que digan lo que quieran. Quien paga, manda. Me voy a descansar.