Nunca nos besamos, lo cual no impidió que olvidara el asunto con más o menos facilidad. El amor no consumado también se evapora con el transcurrir de los meses y los cuerpos. Pasó el tiempo y se borró su nombre, la etimología de nuestra amistad que, dicho sea de paso, nunca llegó a tal. En un compartimento de mi cabeza (secreto por desuso), quedaron dos secuencias desteñidas. En una de ellas, puedo vernos sentados en una sala de cine. En la otra, nos hallamos en el interior de mi coche. La he acompañado hasta su casa. Charlamos de cualquier cosa. En realidad se trata del típico prolegómeno, hecho de artificiosidad y nerviosismo, al beso que nunca se produjo. Ignoro por qué. A veces nos negamos placeres por el simple placer de negarnos placeres. Somos así de extraños, y no estoy dispuesto a sustituir la primera personal del plural por la del singular. Salió del coche y nunca más la volví a ver. Tal vez se sintió herida o simplemente decepcionada. ¿Cuánto hace de aquello? Una eternidad aproximadamente. Pero no hay eternidad que Internet no venza. A través de Facebook, que lo carga el diablo, contactó conmigo. Me costó un tiempo ubicarla en mi memoria. Acepté su solicitud de amistad más por curiosidad y educación que por otra cosa. De pronto me sentí como un amnésico que recobra parte de su pasado. Hablar de deuda pendiente sería hacer literatura. Esto podría ser el argumento de un cuento o una peli más o menos predecibles. Si yo fuera Proust, sería capaz de escribir varios tomos en torno a esta anécdota trivial, pero no soy Proust. Trescientas palabras son suficientes para finiquitar el asunto. Hasta la fecha no ha contactado conmigo. Lo prefiero. El hábitat natural de los fantasmas es el pasado remoto.
UH, 20/10/09