martes, 24 de noviembre de 2009

El desastre


Quedo con un amigo en el Marítimo. Tenemos un proyecto en común del que debemos hablar. A estas alturas de la vida, tener proyectos en común con amigos –proyectos que nunca dan dinero, ni lo pretenden– es síntoma claro de inmadurez, tal vez de insatisfacción. En la mesa de al lado, un hombre y una mujer. Llevan un rato en silencio, mirándose las manos. Mantengo la atención dividida, pues intuyo el desastre. Con anterioridad a la explosión, el aire se adensa, la realidad circundante se vuelve irreal. “Mira, hablaré claro”, dice él. La cosa promete. Echo la cabeza hacia atrás y le indico a mi amigo que calle. “Uno provoca para no sentirse tan solo. Los mayores provocadores son los que están más faltos de afecto”. ¿Y esto es hablar claro? Es como entrar en un cine a mitad de la película, como iniciar la lectura de una novela por la página 56. “Además”, continúa, “deberías saber que sin fingimiento no hay nada, ni amor, ni buen sexo, nada”. Ahora ella lo mira. Parece recién llegada de un país muy frío. Pero él no se inmuta: “En el sexo con tu pareja estable siempre intervienen tres, como mínimo, presentes o no. No me mires como si estuviera loco. Nadie lo reconocerá, pero es así.” Ella lo observa unos segundos más, el tiempo suficiente para convencerse de su próximo paso. La realidad no es literaria, sino cinematográfica, al menos es lo que pienso mientras ella se pone en pie, da media vuelta y se aleja por el paseo. Ahora debería cortarse la escena, deberían aparecer los títulos de crédito, esos nombres que nadie lee, de los que no sabemos nada y sin los cuales, sin embargo, nada de todo esto sería posible. Palma no es más que un decorado. Esta vez me tocó ser mero figurante.

UH, 24/11/09