Por lo general, la gente prefiere lo obvio a lo sutil, de ahí la buena salud de los discursos populistas, nada sutiles, tan llenos de testosterona y gesticulaciones. La obviedad es vigorizante, directa, fácil de tragar y digerir; no demanda ningún esfuerzo metal y ya se sabe que no hay nada que nos guste más, que nos ponga más cachondos, que las cosas que no demandan esfuerzos mentales. Lo sutil, en cambio, requiere de nuestra participación, nos invita a intervenir, nos llena de preguntas (obvias y sutiles) y ya se sabe que no hay nada más engorroso que aquellas preguntas que, probablemente, se quedarán sin respuesta. De ahí el éxito de ventas de algunas propuestas cinematográficas o literarias y el fracaso ineludible de toda negociación con piratas o terroristas. Ocurre a veces que lo que hoy nos parece obvio, ayer se nos antojaba sutil y viceversa. Tratar de dilucidar qué es lo que cambia, si nuestra mirada o la cosa objeto de nuestra contemplación, es una tarea complicada, es decir sutil, abocada a un fracaso seguro. Por otra parte, no hay que olvidar esa idea tan arraigada entre nosotros, que repetimos por inercia, sin hacerle después mucho caso, esa idea que asegura que nada es blanco o negro, que el mundo está lleno de matices, de tonalidades intermedias, que todo depende del cristal con que se mira, etc. Pues claro, resulta obvio, pero depende. Como caigas en el vicio de las sutilezas, puedes acabar ahogándote, ya que, como todo el mundo sabe, nada lastra ni entorpece más que andarte con sutilezas. Puedes, incluso, terminar totalmente paralizado, en un bucle irresoluble del que sólo podrás zafarte apelando a alguna que otra obviedad. Obvio, ¿no?
UH, 01/12/09