Leo un breve en el que se asegura que en Rusia existe una lista negra de “obras que contienen elementos de propaganda y publicidad de narcóticos y sustancias psicoactivas”, o sea, libros que, como algunos de Burroughs y Tom Wolfe (según las autoridades rusas), incitan al consumo de drogas. Por lo visto, esta lista ha sido elaborada por el Servicio Federal de Lucha Antidrogas ruso y difundida por la red de bibliotecas del país. Después de leer la noticia, recuerdo la primera vez que vi The Doors, de Oliver Stone. Fue al principio de los noventa. Yo era un joven sediento de aventura, tremendamente influenciable, y aquella película me hipnotizó. Está de más decir que aquel fin de semana me cogí una buena cogorza en nombre de Jim Morrison. Ya no recuerdo los chupitos de caña Valls que me metí entre pecho y espalda. Lo que sí recuerdo es cómo terminé: de espaldas en el suelo, al borde del coma etílico. Juventud, divino tesoro. Que acabara cantando en el grupo más malo de la historia de los grupos malos era el paso lógico. Y lo di. Nos llamábamos Belfast. Ensayábamos en un piso que finalmente se vino abajo. Llegamos a tocar en el Canal 4. Ignoro de dónde sacábamos tanta desvergüenza. La cosa terminó de la mejor manera posible, es decir, en nada. Pero están los recuerdos, los sueños no alcanzados que, como todo el mundo sabe, son los mejores sueños. ¿Debería incluirse en la lista negra rusa la película de Oliver Stone? Sin duda, el funcionario que elaboró la lista pensará que sí. La salud es la nueva religión de estos tiempos. Se halla por encima de la libertad individual, del derecho a equivocarse. Con todo, está bien que haya listas negras. La satanización siempre le sentó bien a la literatura.
UH, 17/11/09