La triste gloria de ser adulto, dice el escritor chileno Rafael Gumucio. Aún me faltan algunos años para alcanzar sus cuarenta, pero entiendo y respiro esa tristeza de la que habla. En mi novela La historia que no pude o no supe escribir tengo escrito: “Hablas con alguien de la madurez, de lo que para ella supone madurar, y no puedes dejar de oír, aunque no las pronuncie, palabras como renuncia o embrutecimiento”. Pero no hay que ser tan drástico. Efectivamente, la edad trae consigo renuncia y embrutecimiento, la triste gloria de ser adulto, pero también mesura y pragmatismo, sustantivos poco atractivos cuando se tienen veinte años y uno sueña con hacer grandes cosas (en la literatura, en la política, con las mujeres), pero tan necesarios para el correcto gobierno de los pueblos y uno mismo. Pasado el tiempo, de las revoluciones solo quedan escombros, y es que las revoluciones envejecen muy mal, peor incluso que las películas de ciencia ficción o que los jipis (si es que todavía quedan). Que las cosas estén mal no significa que antes estuviesen mejor. Con pasos de hormiga, es posible llegar a la cima de cualquier montaña; con zancos, seguro que nos descalabramos. Además, esta sutil tristeza que trae consigo el transcurrir del tiempo (también vale llamarlo nostalgia, pereza o lucidez) posee un barniz de elegancia incuestionable. ¿Les estoy convenciendo? Me lo temía. Sí, todo esto está muy bien, pero mataríamos por volver a tener dieciocho años y volver a ser irreflexivos y gilipollas, los campeones mundiales de la masturbación y el botellón. Por cometer nuevos errores que en realidad serían los errores de siempre. Qué triste gloria la de ser adulto.
UH, 02/02/10