martes, 20 de abril de 2010

Relato con moraleja


Se conocieron en una fiesta. Ella era la hermana pequeña de la novia del anfitrión, o algo así. Lo que facilitó el acercamiento (todavía el alcohol no corría por sus venas) fue una porción de pasado en común: habían estudiado en el mismo colegio. Este tipo de coincidencias dan mucho juego. Como mínimo, aportan el punzón con que romper el hielo del principio. La noche, poco a poco, se fue calentando. Ella pensó: qué chico más interesante. Él pensó: qué tía más buena. Hablaron de profesores y amigos comunes mientras iban ventilándose copas. Crecían la audacia y las ganas de ser audaces. Él estaba inspirado y lo sabía. Ella celebraba todas sus ocurrencias con una risa cada vez más tonta. Le preguntó, ella, si tenía novia, y él decidió que no tenía. Técnicamente, no podía considerarse una mentira. Venía viéndose con la misma chica desde hacía un mes, eso era todo. Pero ya estaba aburrido. Mientras charlaban, él iba perpetrando un plan de ruptura y otro de inicio. Acabaron en el coche de él, empañando los cristales con su respiración. Para desempañar el asunto, decidieron quedar el día después, con luz natural y sin whisky. Una temeridad, pero el amor, ya se sabe. Eligieron el Molinar. Mientras ella relataba un suceso anodino y, sin embargo, interesantísimo en su boca, sonó el teléfono de él. Era ella, es decir, la otra. Se encontraba en un aprieto. Quiso disimular, eludir, pero no pudo. Ella lo miraba con cara de todos sois iguales. Él dijo: me tengo que ir. ¿Tu novia?, preguntó ella. No, una amiga, contestó él. Todo estaba perdido. Mientras se alejaba, iba pensando: si fuera un verdadero hijo de puta estas cosas no me pasarían. La moraleja resulta obvia, ¿no?

ULTIMA HORA, 20/04/10