martes, 8 de junio de 2010

Un hombre de mundo


Tenía catorce años. Entonces el mundo se dividía entre los que ya habían besado a una chica y los que no, es decir, entre los hombres de mundo y los pringaos. Obviamente, pertenecía a esta última categoría de perdedores. Obviamente, tenía prisa por dejar de pertenecer a ella. Pero no había forma. Recuerdo que, cada lunes, lo primero que hacíamos los pringaos al llegar a clase era interrogarnos por si se había producido alguna deserción en nuestras filas. El lunes en que veías aparecer a un pringao con una sonrisa de oreja a oreja, podías apostar tu merienda a que ya quedaba uno menos. La peor de nuestras pesadillas consistía en ser el último de los pringaos. Era preciso hacer algo, adoptar medidas drásticas. Por eso recurrí a mi amigo Santi. Era el rey de Villarío. Y no es sólo que ya hubiese besado a unas cuantas chicas; Santi había ido más allá. Lo admirábamos. Desprendía la seguridad que desprenden los auténticos líderes. No había otro como él. Cuando le conté mi problema, se rio paternalmente. Tranquilo, dijo, esto lo arreglo yo. Aquel mismo viernes fui con él a la gala de tarde de Villarío. No había pasado ni media hora y ya me había presentado a una chica. Ésta es fácil y no está mal, dijo. Habla con ella cinco minutos y después le preguntas si quiere acompañarte a los sofás. Si dice que sí, está hecho. No tienes más que abrir la boca y meterle la lengua. Pese a mi taquicardia, seguí sus instrucciones. Todo se desarrolló con una facilidad inconcebible. ¡Había dejado de ser un pringao! Que aquella misma tarde la chica en cuestión acabara en brazos de otro carecía de importancia. Aquel lunes llegué a clase con una sonrisa de oreja a oreja. Ya era un hombre de mundo.

ULTIMA HORA, 08/06/10