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Gracias a las dos horas y media de retraso con que la compañía AirEuropa ha obsequiado a los pasajeros del vuelvo 6071 Barcelona Palma, he descubierto a Andrés Barba. Hasta hoy no era más que un nombre en el catálogo de Anagrama, o en una conversación en un bar de Madrid, dos semanas atrás, cerca de los cines Doré. Averiguar que era madrileño me ha causado una leve sorpresa; no sé muy buen por qué, lo hacía argentino.
Antes, mientras esperaba la salida del vuelo, empecé y terminé uno de los libros que me regalaron por Navidad, Marcos Montes, de David Monteagudo. De haberse publicado 50 años atrás, o 25, hubiese sido la hostia. Ahora, en este recién estrenado 2011, no deja de ser una novelita bien construida, con ritmo, pero previsible. Con todo, hay que reconocerle a Monteagudo su pericia, que ya quedó más que acreditada en Fin, para transformar hechos banales y cotidianos en premoniciones o símbolos de algo superior, trascendente. Si en su próxima novela vuelve a transitar los mismos lodos, o vuelve a caer en el mismo esquema, acabará encasillándose. Y ya se sabe que solo los genios salen indemnes de la reiteración.
[Cómo me gustan estas frases lapidarias, contengan o no una verdad]
O sea, que me había quedado sin lectura y el vuelo todavía no había salido. Por suerte, los aeropuertos de ciudades importantes son algo así como pequeños (no en tamaño) centros comerciales donde además despegan y aterrizan aviones. No tenía mucho tiempo, puesto que en cinco minutos se iniciaba el embarque. ¿Qué ha hecho que me decantara por Barba? Dos cosas: la portada del libro y el recuerdo de aquella conversación en un bar de la calle Santa Isabel.
La portada. Estoy casi convencido de que el trampolín que en ella aparece es el de Sa Ràpita, localidad de la costa mallorquina donde pasé mi último verano infantil, o tal vez el primero adolescente. Aquel verano descubrí el sabor de la cerveza, la música de Leño y Barón Rojo y los nervios ante la inminencia del primer beso que no llegó a producirse.
Antes, mientras esperaba la salida del vuelo, empecé y terminé uno de los libros que me regalaron por Navidad, Marcos Montes, de David Monteagudo. De haberse publicado 50 años atrás, o 25, hubiese sido la hostia. Ahora, en este recién estrenado 2011, no deja de ser una novelita bien construida, con ritmo, pero previsible. Con todo, hay que reconocerle a Monteagudo su pericia, que ya quedó más que acreditada en Fin, para transformar hechos banales y cotidianos en premoniciones o símbolos de algo superior, trascendente. Si en su próxima novela vuelve a transitar los mismos lodos, o vuelve a caer en el mismo esquema, acabará encasillándose. Y ya se sabe que solo los genios salen indemnes de la reiteración.
[Cómo me gustan estas frases lapidarias, contengan o no una verdad]
O sea, que me había quedado sin lectura y el vuelo todavía no había salido. Por suerte, los aeropuertos de ciudades importantes son algo así como pequeños (no en tamaño) centros comerciales donde además despegan y aterrizan aviones. No tenía mucho tiempo, puesto que en cinco minutos se iniciaba el embarque. ¿Qué ha hecho que me decantara por Barba? Dos cosas: la portada del libro y el recuerdo de aquella conversación en un bar de la calle Santa Isabel.
La portada. Estoy casi convencido de que el trampolín que en ella aparece es el de Sa Ràpita, localidad de la costa mallorquina donde pasé mi último verano infantil, o tal vez el primero adolescente. Aquel verano descubrí el sabor de la cerveza, la música de Leño y Barón Rojo y los nervios ante la inminencia del primer beso que no llegó a producirse.
Evidentemente, esta foto no pertenece a aquel verano. Tampoco puede
apreciarse si se trata o no del trampolín de la portada de libro de
Barba, pero mi estilo rezuma tanta elegancia, que no he podido resistir la
tentación de publicarla.
El recuerdo de la conversación. En aquel bar cerca de los cines Doré, una amiga me dijo que estaba enamorada de Andrés Barba desde que leyó su novela La hermana de Katia.
Después de leer Agosto, octubre puedo decir que yo también estoy un poco enamorado de Barba, que además es guapo.
El clima interior de violencia y desconcierto en que vive el protagonista, el adolescente Tomás, está trazado con una maestría apabullante. Como en las mejores novelas de Bolaño, ese clima acaba impregnándolo todo, apoderándose de la historia y convirtiendo en rehenes al resto de personajes y, por extensión, a la localidad costera donde transcurren los hechos.
Y esto es todo. Basta de halagos gratis.
Me voy a cenar.