martes, 8 de febrero de 2011

El lodazal de siempre


Se trata de una historia sencilla, una historia que transcurre en un apartamento de unos cincuenta metros cuadrados –un ático muy luminoso, proclamaba el anuncio que, entusiasmados, se apresuraron a marcar. Es domingo por la mañana y el sol luce majestuoso. Él –al que llamaremos Él– se encuentra en la terraza. Fuma mientras observa el casi imperceptible balanceo de la ropa tendida de sus vecinos. Son las once y ella –a la que llamaremos Ella– todavía no ha regresado. Anda desaparecida desde ayer por la noche. No está preocupado, tampoco siente celos, pero le fastidia tener que esperarla otra vez. Sabe que debe tomar una decisión aunque, para ser francos, la decisión ya está tomada, así que solo resta encontrar el momento y el estado de ánimo precisos. Bien pensado, esta ausencia prolongada le puede servir de excusa, la famosa gota que siempre colma el vaso. Sonríe. Lanza el cigarro contra la ropa tendida de sus vecinos. Recuerda. Se conocieron en la recepción del hotel donde Ella trabajaba, en una de las zonas más degradadas y económicamente rentables de la Isla –al menos antes del euro y la Gran Crisis. Él trabajaba en un banco y cada martes y jueves se acercaba hasta el hotel para efectuar el cambio de moneda extranjera. Recuerda con precisión cómo se le movía el culo mientras contaba los billetes. Una mañana Ella le dijo que sabía que le miraba el culo. Lo dijo divertida. Entonces Él supo que acabarían follando. Ocurrió ese mismo sábado después de una cena en la que en ningún momento llegó a sentirse seguro y de un intento lamentable de bailar en el Made in Brasil. Los caminos del amor están ya muy trillados. Siempre acaban, piensa ahora, en el mismo lodazal.

ULTIMA HORA, 08/02/11