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Imagen cedida por Enrique Vila-Matas
“A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas”. Así empieza el último capítulo del relato La muerte de Ivan Ilich, de Lev Tolstói. Ivan Ilich no quiere morir, no entiende por qué tiene que morir, le parece una tremenda injusticia. Cae en la desesperación, pregunta una y otra vez por qué, por qué, por qué. Evidentemente, no hay respuesta. O sí la hay, pero su simpleza resulta atroz. La muerte en abstracto le era comprensible, pero cuando esa abstracción que es la muerte instalada en un silogismo arremete contra su cuerpo y su mente, cuando cae en la cuenta de que esa muerte va a suponer el final de todo, de absolutamente todo, es entonces cuando la anestesia deja de hacer efecto y el dolor por la pérdida inminente se vuelve insoportable, hasta el punto de aullar durante tres días después de gritar un último “¡no quiero!”.
La muerte, terreno embarrado, ideal para los tópicos. Hablar de la muerte es caer en lugares comunes, en frases hechas que, sin embargo, encierran una verdad devastadora. La vida es breve, vivimos para morir, etc. Solo los niños y los adolescentes sanos se creen inmortales. A partir de cierta edad, esta creencia desaparece y entonces uno empieza a sentir vértigo, a medir distancias, a calcular consecuencias… En una palabra, se vuelve prudente. Paradójicamente, la prudencia y la muerte se encuentran irremisiblemente unidas, puesto que la irrupción de una supone la toma de conciencia de la otra. Esta progresión, sin embargo, se rompe al adentrarnos en la vejez. No es que sea viejo, pero he leído a algunos autores de edad provecta.
La vejez es la falta de futuro, es decir, de ilusiones (Odo Marquard). Esto libera al viejo del miedo a defraudar, de la tiranía del qué dirán, o sea, lo vuelve libre, puede dejar de ser prudente. Así la vejez consiste, hasta cierto punto, en una vuelta a la libertad del niño, a la imprudencia primera, al menos en lo tocante al discurso. Esto me lleva a concluir, en contra de lo que suele pensarse, que los adultos de mediana edad o próximos a la mediana edad que practican la imprudencia (polemistas profesionales, amantes de deportes extremos, revolucionarios o soldados en tiempos de guerra) en realidad tienen alma de viejos o, lo que es lo mismo, alma de niños.
Al final, este comentario sobre La muerte de Ivan Ilich ha acabado siendo una loa a la vejez, pues qué sería del mundo sin polemistas profesionales, amantes de los deportes extremos, revolucionarios o soldados dispuestos a sacrificar sus vidas.
“A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas”. Así empieza el último capítulo del relato La muerte de Ivan Ilich, de Lev Tolstói. Ivan Ilich no quiere morir, no entiende por qué tiene que morir, le parece una tremenda injusticia. Cae en la desesperación, pregunta una y otra vez por qué, por qué, por qué. Evidentemente, no hay respuesta. O sí la hay, pero su simpleza resulta atroz. La muerte en abstracto le era comprensible, pero cuando esa abstracción que es la muerte instalada en un silogismo arremete contra su cuerpo y su mente, cuando cae en la cuenta de que esa muerte va a suponer el final de todo, de absolutamente todo, es entonces cuando la anestesia deja de hacer efecto y el dolor por la pérdida inminente se vuelve insoportable, hasta el punto de aullar durante tres días después de gritar un último “¡no quiero!”.
La muerte, terreno embarrado, ideal para los tópicos. Hablar de la muerte es caer en lugares comunes, en frases hechas que, sin embargo, encierran una verdad devastadora. La vida es breve, vivimos para morir, etc. Solo los niños y los adolescentes sanos se creen inmortales. A partir de cierta edad, esta creencia desaparece y entonces uno empieza a sentir vértigo, a medir distancias, a calcular consecuencias… En una palabra, se vuelve prudente. Paradójicamente, la prudencia y la muerte se encuentran irremisiblemente unidas, puesto que la irrupción de una supone la toma de conciencia de la otra. Esta progresión, sin embargo, se rompe al adentrarnos en la vejez. No es que sea viejo, pero he leído a algunos autores de edad provecta.
La vejez es la falta de futuro, es decir, de ilusiones (Odo Marquard). Esto libera al viejo del miedo a defraudar, de la tiranía del qué dirán, o sea, lo vuelve libre, puede dejar de ser prudente. Así la vejez consiste, hasta cierto punto, en una vuelta a la libertad del niño, a la imprudencia primera, al menos en lo tocante al discurso. Esto me lleva a concluir, en contra de lo que suele pensarse, que los adultos de mediana edad o próximos a la mediana edad que practican la imprudencia (polemistas profesionales, amantes de deportes extremos, revolucionarios o soldados en tiempos de guerra) en realidad tienen alma de viejos o, lo que es lo mismo, alma de niños.
Al final, este comentario sobre La muerte de Ivan Ilich ha acabado siendo una loa a la vejez, pues qué sería del mundo sin polemistas profesionales, amantes de los deportes extremos, revolucionarios o soldados dispuestos a sacrificar sus vidas.