miércoles, 2 de febrero de 2011

La extraña historia del hombre que amaba los pisos piloto (1)


Nos conocimos en un piso piloto. Siempre he adorado los pisos piloto. Son pequeños oasis en mitad del desorden, la materialización pormenorizada e ideal del futuro. Uno se ve viviendo en ellos, feliz, sin preocupaciones excesivas. Nos recuerdan aquel tiempo en que todo era posible. Uno imagina que podrá moldear a su gusto aquella promesa que siempre es un piso piloto. Resulta de lo más fácil emocionarse en esas habitaciones en las que nadie ha dormido aún, decoradas con muebles baratos de Ikea. Por el contrario, se hace difícil emocionarse cuando se visita un piso de segunda mano. En los pisos de segunda mano (por no hablar de los pisos de tercera o cuarta mano) flota un aire viciado de vida ya vivida, de oportunidad echada a perder, de sueño frustrado. Irremediablemente, este ambiente se convierte en lastre que no nos abandona hasta que la visita concluye. De vuelta en el recibidor, nos sentimos aplastados, más tristes que al principio de la visita. En los pisos usados uno intuye que no podrá empezar de cero, que tendrá que arrastrar el drama doméstico de los anteriores inquilinos. Ya te pueden decir frases del tipo “aquí fuimos muy felices” o “nunca olvidaré los años vividos entre estas paredes”. No pueden contrarrestar la ponzoña que encharca tu mente y tus pulmones. Entonces se hace preciso salir cuanto antes, volver a respirar el aire contaminado de la ciudad. Poner, como suele decirse, tierra de por medio. En cambio, en los pisos piloto todo es distinto. Uno sí siente que es posible empezar de cero pese a que, racionalmente, sabe que es del todo imposible. Salvo cuando se nace, uno nunca empieza de cero, y aun esto es dudoso. Empezar de cero es un mito, es decir, algo muy peligroso, algo que puede cegarte con su luz excesiva. Muchos se quedaron ciegos persiguiendo ese mito. Yo mismo enceguecí alguna que otra vez. Pero aquella tarde andaba con los ojos bien abiertos. Tal vez por esto, por esta apertura desmedida, absorbí su figura de una manera desbordante y me dejé cegar por esa otra promesa que siempre es una mujer desconocida. Debo adelantar que nunca dejó de ser, al menos para mí, una mujer desconocida, pese a que acabamos conviviendo por espacio de seis años.