jueves, 3 de marzo de 2011

La extraña historia del hombre que amaba los pisos piloto (6)

[Advertencia: a partir de este punto el relato se torna desagradable. Si es usted una persona sensible, le conviene no seguir leyendo. Se hablará de pollas y sexo no convencional]
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El administrador del blog
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Entendámonos. No escribo esto para mi propio lucimiento, no tengo por qué mentir. No busco la admiración de nadie (sexo en el sentido amplio de la palabra), ni si quiera pretendo dinero (que es lo que todo el mundo pretende, además de sexo en cualquiera de sus sentidos). Una forma de terapia, tal vez exhibicionismo, no lo tengo muy claro. Una compulsión como otra cualquiera, otro síntoma del declive de nuestra civilización. En fin, me limito a volcar hechos, eso es todo. Por el placer de evocarlos, de dejarlos por escrito. Tal vez para llegar a comprender todo lo que sucedió después, si bien jamás me han convencido este tipo de justificaciones. Algunos de estos hechos son verificables, por supuesto; otros, no. Y no lo son ni lo serán salvo que pudieran violentar mi mente con algún aparatito lector de recuerdos. De todos modos, los recuerdos mutan. A estas alturas sería ridículo embarcarme en la explicación de una obviedad semejante. Baste señalar lo cachondos que suelen ponernos nuestras ex novias. ¡Con lo mucho que llegamos a odiarlas! Mal ejemplo, ya que Yoko es mi ex novia y nunca llegué a odiarla. En fin... Nos habíamos quedado en el momento en que los ojos de Yoko se posaban, cual abeja con ganas de libar el jugo de su flor favorita (¡qué lirismo!), sobre mi paquete. Y que conste que no fumo. Y que conste, además, como ya expliqué unas líneas más arriba, que no tengo por qué mentir, que no soy más que un escrutador (con espíritu cientificista) de mi propia biografía. Me dejo de rodeos, lo diré ya: tengo un paquete de dimensiones, como suele decirse, considerables. Hablando en plata: 23 centímetros de pura personalidad. De ahí que siempre se me haya hecho difícil, por no decir imposible, disimular mis erecciones, por muy media asta que hayan sido. Yoko sintió que el cielo se le abría, pero en realidad lo que se abría era la cremallera de mi pantalón. Hay miradas más elocuentes que mil discursos de sindicalistas cabreados. Sus ojos olvidaron su ascendencia oriental. Me dijeron, en arameo clarito, que se moría por mi polen, y una cosa está clara: con lo que tienes en abundancia, debes ser generoso…

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