¿Alguna vez te sentaste frente al ordenador sin tener claro qué escribir, casi sin ganas, mientras la voz distorsionada de Scout Niblett o cualquier ángel enfermizo adicto a las rayas del asfalto que siempre nos llama golpea en las ventanas de tu equilibrio y sensatez y te invita a salir, a inventar hoteles para después incendiarlos, como en nuestras mejores pesadillas, y tú no te alejas del móvil, por si se vuelve loca y decide llamarte, para qué tendría que llamarte, y sigues estrujándote las tripas en busca de un puñado de palabras, tal vez hablar de las procesiones, te dijeron que existen, incluso las viste por la tele, hacer algún chiste sobre la final de Copa, sobre las recalificaciones de Moody’s o sobre la sospechosa proliferación de novelas radioactivas, encontrar unas pocas palabras que combinadas entre sí hagan que alguien se emocione o desee asesinarte o, mejor, torturarte con métodos propios de las llamadas sociedades avanzadas, a saber, las carreras de coches, los programas del corazón, los discursos de los políticos, la saga Torrente, las declaraciones de los futbolistas, los comentarios de los forofos, y tener el dinero o la imaginación para escapar al Sur antes de que rompa a llover y los enmascarados tengan que regresar a sus casas como asesinos frustrados remontando las calles que conducen al corazón gastado de la ciudad, confundiéndose con charcos y deseos reprimidos, un puñado de palabras, sólo eso, no hace falta que sean las palabras más bellas del mundo que, según Roque Dalton, son las siguientes: cinabrio, azafata, saudade, áloe, tendresse, carne, mutante, deprecatingly, melancolía, pezón, chupamiel y xilófono? Dime, ¿alguna vez te pasó?