martes, 16 de agosto de 2011

Un cuento veraniego


Por entonces, en lugar de pezones decía “penzones”. Aporto este dato para situarnos cronológicamente. Ella brillaba como aquellos trofeos que siempre descansaban en las habitaciones de nuestros amigos. Jugaba a baloncesto y reía poco, tal vez por ello, en mi mente, nos veía paseando de la mano por el patio del colegio en un recreo interminable. Sólo el azar quiso que coincidiéramos en aquella colonia de verano. Improvisé una estrategia consistente en sentarme junto a ella a la hora de los cuentos. La noche me insufló el valor del que carecía. Tal vez las cosas no hayan cambiado tanto, pero no es la cuestión. La cuestión es que estaba a mi lado, iluminada por la hoguera alrededor de la cual nos sentábamos para escuchar las historias que los monitores nos contaban. Mi dedo meñique aguardaba a un suspiro del suyo. Me dije que al acabar el cuento le diría algo, lo que fuera. No buscaba otra cosa que su sonrisa. Por aquel entonces, no había otra cosa. Lo otro llegaría años después, haciendo de aquello un asunto bastante más vulgar y necesario. Pero, en los primeros pasos de nuestra educación sentimental, todavía no hay bebidas dulzonas y asesinas, lenguas y manos impacientes, esas ganas de exhibir trofeos y heridas de guerra. Hace unos días nos cruzamos por la calle. Diría que no me reconoció. Lo más probable es que no recuerde aquella noche. Tal vez, después de todo, yo la haya inventado. Pero juraría que acabó sonriendo. Y que nuestros meñiques se rozaron unos segundos. Y que otra historia fue posible.

ULTIMA HORA, 16/08/11