Estuve una semana en Francia, tiempo suficiente para comprobar que en cuestión de higiene de baños nos andan a la zaga. Viajé con mis padres. Un exceso, sin duda, pero ambas partes lo sobrellevamos bien. Durante mi estancia allí, compartí habitación con mi hija. Dormíamos en una litera, ella arriba y yo abajo. Por las noches, como un par de adolescentes inquietos, hablábamos de cualquier cosa sin importarnos la hora… Las más de las veces, improvisaba historias absurdas, cuanto más cómicas y delirantes mejor. Al finalizar el relato, le preguntaba por la moraleja. Ella captó el juego desde el principio, por lo que, concluida la narración, extraía una enseñanza tan absurda como la propia historia. Al final nos moríamos de la risa con la conclusión alcanzada… Ya en Mallorca, volví a mis vicios habituales, entre ellos, pensar en poesía, otra cosa absurda y delirante. Comparto con ustedes la conclusión alcanzada (conclusión que mañana despreciaré): Hay poemarios que son como esos peinados con gomina y raya al lado. En el otro extremo se sitúan los despeinados naturales, por falta de tiempo o ganas. Podríamos definir los primeros como poemarios encorsetados, a veces incluso rancios; los segundos, como poemarios perezosos, en primera versión. En estos momentos me interesan los poemarios en apariencia despeinados, pero solo en apariencia. Me refiero a ese tipo de despeinado elaborado, ese que implica horas frente al espejo. Es curioso como la sensación de naturalidad, de vida, precisa de una dosis importante de trabajo, es decir, de artificiosidad.
ULTIMA HORA, 08/11/11