Los vigilantes del museo de El Prado
la saludaban. Le gustaba el arte,
estudiaba una carrera que lo mezclaba
con la economía y los idiomas; hacía prácticas
en galerías, museos, tasaba obras.
Esas carreras existen en Alemania,
esa vida existe en Alemania. «¡Oh, El Prado!»,
decía. Con el pelo negro era la más guapa
de todas las alemanas que conocí en Madrid,
sus ojos tan azules. Me llevó a exposiciones
de vanguardia en mi propia ciudad,
donde había gente que conseguía exponer
cosas espantosas a precios desorbitados (al menos
invitaban a copas). ¿Cómo podían conseguir
esos chollos? ¿Dónde se estudiaba para pintar
o fotografiar esos engendros y vivir del arte,
ser prestigioso o publicar en revistas? Me llevó
a fiestas de elegantes galeristas, de cuidadísimas
barbas descuidadas y coletas canosas,
gente como muy de Nueva York, como muy guay
(esta palabra la ha admitido la Real Academia
y siento que el niño que fui y la usaba
se ha hecho viejo), gente que desdeñaría
trabajos como el mío, que diría: «Oh, qué horrible,
yo no podría trabajar en algo así, me moriría!»,
con mucha afectación, con mucha sensibilidad,
como si yo no prefiriese admirar cuadros,
esculpir o vender monigotes, a revisar cuentas,
a oír: «No llegamos, habrá que trabajar el fin
de semana… no, horas extras, no las puede soportar el job».
Con sus ojos tan azules me contaba cómo era Passau,
la pequeña ciudad universitaria al sur de Alemania
(cerca de República Checa y Austria) donde estudiaba;
los árboles, la casa compartida con amigas, los paseos
en bicicleta… Me gustaba oírlo, me gustaba
mucho oírlo, imaginarme allí en Centroeuropa
con unos cuantos años menos, paseando en bicicleta
con despreocupadas muchachas rubias o morenas
de ojos azules, estudiando idiomas, arte, historia,
literatura… Sí, esas cosas o algo así.
De Siempre nos quedará Casablanca