Vuelvo a recurrir a un artículo escrito con anterioridad a la existencia de este blog. Fue publicado el martes 26 de agosto de 2008. Acudo otra vez a mi diario para ver cómo andaban las cosas por aquel entonces. Curiosamente, aquel agosto no anoté nada. Esto me hace pensar que las cosas andaban bien. Rara vez siente uno la necesidad de dejar constancia de su felicidad. Sin embargo, la entrada más cercana a aquel agosto de hace dos años, de fecha 21 de julio, dice así: «Crees o te hacen creer que lo tienes todo bajo control, que eres tú quien dirige tus pasos. Esa vieja ilusión de gobernar tu vida. Sin que te des cuenta, te acorralan, sazonan el caldo en el que tarde o temprano chapotearás, incrédulo y llorón. Resultará inevitable añorar ese tiempo perdido, de oro, idealizado hasta la náusea y el ridículo. De tu capacidad de amoldamiento dependerá tu salud mental, tu credibilidad. Tampoco resultará muy complicado. Al fin y al cabo, todos –en menor o mayor medida– lo hacen. Y sobreviven, que no es poca cosa. Hablo de las relaciones sentimentales o tal vez de la pérdida de esa mentira hermosa y recurrente llamada juventud». Soy incapaz de recordar qué me llevó a escribir tal desbarre. C’est la vie!
A los que cambian de acento dependiendo del interlocutor al que se dirigen. A los especialistas en obviedades enunciadas con gran seriedad y satisfacción. A los que antes de responder a cualquier pregunta, por simple que sea, emiten un sonido monocorde que nos remite al de un motor averiado. A los que son incapaces de responder con un simple “sí” o “no” preguntas que sólo requieren un simple “sí” o “no” como respuesta. A los que siempre preguntan y nunca esperan a que el otro responda. A los que se muestran sistemáticamente más interesados en lo que pasa en la mesa vecina del restaurante en el que se encuentran que en lo que sucede en la suya propia. A los que nunca te miran a los ojos cuando te hablan. A los que siempre precisan del consentimiento de otros antes de responder. A los que te roban sin pudor la frase que acabas de pronunciar y la repiten como si se les acabase de ocurrir. A los que, mientras te escuchan, se limpian las uñas con un palillo. A los que pasan sus dedos (pulgar e índice, o índice y corazón) por las comisuras de los labios y luego se los llevan a la nariz, para olerlos. A los que, en las conversaciones más serias, miran el suelo con obstinación. A los que se escrutan los dientes sin recato en los espejos de los ascensores. A los que son incapaces de modular el tono de su voz. A los que, después de una jornada compartida, necesitan recordarte cada una de las cosas que hicisteis juntos. A los que se hurgan la nariz con la mirada perdida más allá del semáforo en rojo. A los que después de dos copas se ponen sentimentales y se empeñan en abrazarte y realizan declaraciones ridículas y falsas de amistad sincera. A los que te llaman “amigo” y ni siquiera recuerdan tu nombre. A los que se empecinan en contarte su historia pese a que resulta evidente que no te interesa lo más mínimo. A los que nunca pillan las indirectas. A los que no saben despedirse. A todos ellos, este artículo.
ULTIMA HORA, 26/08/08