Desde el sábado pasado, día en que salí del hospital, vuelvo a vivir en casa de mis padres. Me he instalado en la única habitación de la planta baja. Dieciséis escalones se interponen entre la que era mi habitación cuando vivía aquí y mi pierna inmovilizada. Podría subir a la pata coja, pero mi lema para estos días reza así: riesgos, los justos. Ya me he caído esta mañana al ir a ducharme. La escena ha sido más bien cómica. El escalón que da acceso al plato de ducha y la estrecha obertura para acceder a él han sido los culpables. También la mala calidad de la sillita de plástico en la que me siento para poder acometer mi cita diaria con la higiene. Cuatro euros en un chino, qué se puede esperar. Al desplazarme sobre ella para colocarme bajo el chorro de agua caliente, una de sus patas ha cedido. El resultado: un tipo de treinta y ocho años de edad estirado desnudo con medio cuerpo en la ducha y el otro medio sobre las baldosas del aseo, con el agravante estético de llevar la mitad de su pierna derecha cubierta por una bolsa de basura. (No entraremos a valorar los aspectos anatómicos del accidentado). Por lo demás, el día ha sido de lo más agradable. Empecé y terminé la novela Los nuestros, de Serguéi Dovtálov. Una gozada. En doce capítulos desgrana, con sentido del humor y prosa limada, la historia de su familia y, de forma indirecta, la de la URSS. Desde el bisabuelo Moiséi, un campesino del lejano oriente ruso, al lacónico anuncio del nacimiento de su hijo Nicolas Dowly, en la ciudad de Nueva York. ¿Por qué me gusta tanto el autor ruso? Veamos… Es autoreferencial, su estilo es lacónico, transmite ternura sin ser blando, humanismo sin ser un plasta; su sentido del humor es ácido, amargo; tiende al fatalismo, pero no es un llorón; se muestra crítico con la realidad que le ha tocado vivir, pero no cae en lo panfletario. ¿Suficiente? Un ejemplo de su ironía y su vertiente crítica: “La vida había hecho de mi primo hermano un delincuente. Creo que tuvo suerte. Si no, se hubiera convertido, sin duda, en un alto funcionario del partido”. Más adelante, al hablar de la juventud de su primo, dice: “Él en cambio era un joven virtuoso y tímido. La coquetería femenina lo abrumaba. Me acuerdo de las frases que apuntaba en su diario de estudiante: Lo principal en un libro y en una mujer no es la forma sino el contenido… Incluso ahora, después de las incontables decepciones de la vida, este planteamiento me parece algo triste. A mí, como antes, sólo me gustan las mujeres guapas”. La historia de cómo Dovtálov conoció y acabó viviendo con la que sería su mujer es de un surrealismo deliciosamente realista. Bueno, supongo que a estas alturas queda claro que uno de mis objetivos para estas semanas de vida horaciana va a ser leerme la obra completa de Serguéi Dovtálov. Seguiré informando.