viernes, 2 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [2]

jueves, 01 de diciembre de 2011

Acabo de llamar a mi librería habitual para encargar La maleta, El compromiso y La extranjera de Serguéi Dovtálov. Los nuestros lo saqué de la biblioteca. En realidad, envié a mi primo. Me da pena tener que devolverlo. Siempre me pasa lo mismo. Esta necesidad de posesión es un tanto infantil. Podría contar con los dedos de una mano los libros que he releído en mi vida (pienso en novelas, no en poemarios). Pero saber que están ahí, en los anaqueles de la estantería, da tranquilidad. Evidentemente, también existe el placer del coleccionista, la arrogancia del cazador que necesita exhibir sus presas. Todo muy infantil. Se me ocurre ahora que la relación existente entre los libros que leo y yo guarda cierta similitud con mi relación con las mujeres, al menos hasta la fecha. Debo cambiar esto. Adolezco de un infantilismo bastante preocupante si tenemos en cuenta mi edad. Meditaré sobre el tema. Voy a tener tiempo. Mi reflexiones arrancarán de estas dos premisas: 1) Las mujeres no son como libros que uno saca y devuelve una vez leídos, con o sin tristeza. 2) Pretender retener todos los libros que uno lee durante su vida es absurdo. Lo importante es disfrutar del momento de su lectura. Además, siempre se pueden volver a sacar de la biblioteca… No, éste no es el espíritu. Estoy desbarrando. Siempre me pasa lo mismo. La vertiente estética, el efecto que pretende causarse en un hipotético lector puede más que el fondo del asunto. Soy un tipo superficial. Y, como a Dovtálov, me gustan las mujeres guapas.
               Por lo demás, mi ritmo de lecturas es más bien lento. La televisión y el Facebook absorben mi atención peligrosamente. Desde que me instalé en casa de mis padres, he leído (además de Los nuestros) El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard, y Otra ciudad, otra vida, de Karmelo C. Iribarren. Del austriaco tengo que decir que después de leer su pentalogía autobiográfica, ya nada puede estar a la altura. De todos modos, El sobrino de Wittgenstein es un buen libro, incluso un gran libro, puro Bernhard. Esto mismo también puede decirse de Iribarren. Karmelo sigue fiel a sí mismo. Dice lo que tiene que decir sin derrochar palabras. Parte de lo que anoté sobre Dovtálov es aplicable a las breves estampas urbanas del donostiarra. Para concluir esta entrada de hoy, transcribiré tres poemas de Karmelo. Esta breve trilogía podría llevar como título: “Karmelo C. Iribarren y sus lectores”.


COSAS DE POETAS

Un joven poeta que quiere
conocerme. Quedamos
en un bar. Hablo yo,
él me mira y escucha:
No bebo, no fumo, no creo
en la salvación del mundo…
Y luego un poco de literatura.
Pasan las horas. La euforia
inicial languidece. Le acompaño
hasta su hotel. Me ha encantado
conocerte –dice–, aunque… no sé…
te imaginaba de otra forma.
No pasa nada –le digo–,
hace unos años yo también.


EL ACANTILADO

Mañana significaré
en tu vida
menos
que un pequeño
titular
de periódico,

la semana que viene
seré historia,

pero hoy, ahora,
esta tarde
extrañamente
cálida
de febrero
en Zaragoza,
mis poemas,
acabas de decírmelo,
te han llegado,
                     algo
–añades, sonriendo–,
que no te suele suceder.

Y me miras…
Y yo te miro…

Y hasta creo oír
el mar,
las olas,
            allí abajo,
rompiendo…


TRAS UNA LECTURA DE POEMAS

Se acercó,
me dio la mano
y me dijo
que había conocido a mi padre:
“Hace ya siglos –sonrió–,
en el año 57”.

No sé muy bien qué sentí,
sinceramente.

Fue
como conocer a alguien
que posee algo
que te pertenece,
pero que no estás muy seguro
de querer
recuperar.


               Por lo demás, ayer mi padre compró una silla regulable en una tienda especializada en aparatos ortopédicos. Riesgos, los justos.