«Empezaré por el final, es decir, por el presente, por ahora mismo, por lo que sé más a allá de toda duda: esta vez es diferente. Esto que siento –perdona si sueno demasiado cursi o grotesco– no tiene nada que ver con ninguna historia del pasado, no se trata de pasión transitoria, de la ceguera que nos produce toda mujer nueva, por inventar y destruir. Tampoco, como puedes imaginar, tiene que ver con la comodidad o la aceptación, esos premios de consolación, lo hemos hablado tantas veces. Estuve a punto de ceder y caer en la trampa; tal vez, si no hubiera conocido a Silvia –se llama Silvia– me hallaría inmerso en esa mentira con la que combatimos la soledad, cualquier forma de miedo al futuro. En fin, no quiero ponerme trascendente, no quiero que pienses que me he vuelto loco. Sigo siendo Claudio, el pintor. Ya lo has visto. Pero Silvia es otra cosa, cómo explicarlo; me reafirma en el mundo y a la vez me salva de él. Es la distancia desde la cual todo se vuelve tolerable. Amo su cuerpo, su mente y su silencio. Como todos, tiene sus zonas de estupidez, pero siento que encajan a la perfección con las mías. Su forma de reír o de mirarme, la confianza, la ausencia de dudas, su bondad admisible. Me siento estúpido hablándote así. ¿Me odiarás si te digo que creo haber accedido a otro plano, a otro nivel en el que las cosas son más digeribles? No es que fuera un pesimista, ya lo sabes, pero el escepticismo estaba ahí, en nuestras conversaciones, en nuestros proyectos, en cualquier cosa que tuviera que resistir la llegada de un mañana, la exigencia de resultados. Supongo que no somos lo suficientemente estúpidos ni lo suficientemente inteligentes. Eso es lo peor, sin duda. Pero me estoy alargando y ya no sé ni lo que digo. No buscaba salvarme, por eso me salvé, por eso mismo me salvó. No sabría decirte de qué. Pero ahí estaba, en la inauguración de la exposición de Flora Camprubi, una compañera de la escuela de pintura, con su copa de cava en la mano, accesible y con ganas de charlar. Fue tan sencillo quedar para cenar con ella la noche siguiente, que ya he olvidado el subterfugio que empleé. Algo sobre Egon Schiele, algún discurso trasnochado sobre el destino extraño de los artistas. Conoces esos trucos. Me encontró divertido, tuve esa suerte. No habíamos llegado a los postres y yo ya lo sabía. Allí terminaba la búsqueda que nunca fui consciente de emprender. Fui capaz de relajarme mientras removía el café. Sus ojos, ya los has visto, esos ojos me lo dijeron todo. No hubo esfuerzo. No hacía falta fingir, o quizá solo lo imprescindible para hacerlo durar más. Insisto: no se trataba de fascinación, eso no dura, es un embuste, o tal vez lo fuera, pero de un modo distinto. Fascinación por lo que estaba sucediendo, sobre todo dentro de mí, por lo que iba tomando forma sin que pudiera controlarlo, feliz ante el espectáculo, cada vez más convencido. Lo demás no es muy diferente a una historia común. Hubo otras citas, otras palabras, sexo y desayunos; sesiones fotográficas, historias del pasado, inverosímiles ahora; paseos y bares, algún que otro plan para los días que vienen, los meses, puede que los años; planes minúsculos, apenas esbozados, no hace falta mucho más. Lo curioso es que cualquiera que me oyese diría que he caído en la trampa, pero créeme si te digo que nunca antes me sentí más libre, más Claudio, más imprescindible fuera de esto que –a falta de otro nombre o por pereza– llamo amor».