martes, 27 de diciembre de 2011
Julia, lectora habitual de este diario, dice que la historia de Pedro Capllonch sobre la primera mujer merecedora de nostalgia es un pequeño cuento dentro de la narración mayor que protagonizan el mallorquín y la polaca. Ha dado en el clavo, este es el papel que el septuagenario debe desempeñar: el de narrador de cuentos. Cada uno de ellos ha de hacer referencia a una etapa en su educación sentimental. Son cuentos con nombre propio. Evidentemente, es la manera que tengo de desnudarme sin herir susceptibilidades, de analizar mi pasado. Ya dije que este diario me serviría para ahondar en mí, para examinar, con frialdad y distancia, ciertos aspectos de mi vida. El truco es barato y sencillo. Evidentemente, todos los personajes inventados a lo largo de estas páginas tienen algo de mí. Sin embargo, el resultado de la suma de todos ellos no soy yo. Pero ¿quién soy yo? ¿Se me puede encontrar entre estas palabras? Ahora recuerdo lo que Josefina Rodríguez escribió refiriéndose a su esposo Ignacio Aldecoa: «Podría estar hablando mil y un días y al final su retrato seguiría siendo oscuro y cabalístico, absurdo quizá». La imposibilidad del retrato. La injusticia que todo resumen comporta, ya sea en el retrato propio o en el ajeno. Uno habla de sí mismo, cree ser sincero y, en realidad, está «construyendo un personaje, es decir, un conjunto de propiedades seleccionadas con esmero y supuesta astucia» (Alejandro Rossi). Al final, el yo no es más que otro personaje, el resultado de una permanente construcción, cúmulo de rasgos imposibilitados para abarcar el abismo del yo, de la identidad. Hablar de uno mismo, abierta o taimadamente, es una forma de salvación, ahí está clave. Pero ¿de qué tendríamos que salvarnos? Según Witold Gombrowicz, de «la degradación y la inmersión definitiva en la marea de la vida trivial». ¿Qué significa todo esto? ¿Vuelvo a divagar? ¿Es esta la manera que tengo de salvarme? ¿Y cómo sigue la historia de Pedro Capllonch? ¿Cuánto tiempo permanecieron juntos él y Mercedes? Esta pregunta la formula Cecilia Polsen después de una larga calada a su cigarrillo, aparentemente interesada en el relato. Pedro Capllonch la mira sorprendido, casi agradecido por su interés o profesionalidad, orgulloso por lo que considera un acierto: la contratación de Cecilia Polsen para las noches de los martes y viernes. Ahí están los dos, en la terraza del septuagenario. El humo y los reflejos líquidos provenientes de la piscina camuflan los rostros, modifican o disminuyen la vejez de él, acentúan ese aire de misterio y fatalidad de Cecilia. Aunque débil y efímero, Pedro Capllonch se percata del nacimiento de un vínculo, de un entendimiento sin necesidad de explicaciones excesivas, aunque es posible (tampoco lo ignora) que no sea más que otro de los muchos disfraces del autoengaño.
- Carece de importancia, lo he olvidado, cualquiera de estas dos respuestas podría servir. –Pedro Capllonch se lleva la copa a los labios, desvía la mirada hacia la piscina y menea la cabeza con melancolía o desinterés–. Lo importante de esta anécdota estúpida reside en lo que ya le he dicho: esa revelación, esa certeza. Y no hablo de su contenido, tan pueril, sino del modo en que, tiempo después, me afectó. De todas maneras, puedo hacer un esfuerzo, si es lo que quiere. La cosa se prolongó unos meses más, tal vez dos, tal vez seis. A ese beso siguieron otros besos; a esa cita, otras citas. Los nervios se tornaron costumbre. La domesticación de los sentimientos nos permite ser nosotros, resta magia y aporta salud. A aquella joven llamada Mercedes le debo algo que en cualquier caso llega: el aprendizaje del sexo, los celos y el arrepentimiento. Todo atenuado por nuestra inexperiencia en el terreno del daño. Las sutilezas y sofisticaciones se afilan con el transcurrir del tiempo. Engorda el torturador y languidece el idealista. La universidad de la infamia, me atrevería a decir. En fin, no me tenga en cuenta según qué excesos barrocos. El estilo nos es impuesto de una manera misteriosa, tal vez casual; lo único que hacemos nosotros es perfeccionarlo hasta convertirlo en algo monstruoso y hueco, una cavidad donde ocultar una evidencia: que no tenemos nada que decir. Y, sin embargo, aquí estamos, en mitad de esta ceremonia de la inutilidad. Le hablaré del final, de la perplejidad frente a la indiferencia por las lágrimas provocadas por mis palabras, de la distancia insalvable pese a la cercanía física, del alivio que supuso dejar de ver su petición de afecto y perdón. Todo era nuevo para mí y, sin embargo, de algún modo, ya era consciente de estar representando una comedia antiquísima. Antes habían sido los celos por una relación anterior a la nuestra. No juzgue precipitadamente: éramos unos niños. Yo exigía ser tan importante para ella como ella lo era para mí. Quería exclusividad, incluso retroactiva, que no hubiera más heridas que las que yo fuese capaz de infligir, así de imbécil era. Superados los celos, la excusa que buscaba sin saberlo para ponerle fin a aquella historia me la proporcionó una supuesta amiga en común con ganas de hablar. Escuché, puse cara de tipo duro y abatido y salí a su encuentro. ¿El motivo? La irrupción de otro hombre en algún momento de nuestro idilio. Ella negó hasta donde pudo. Algo inocente y perdonable: un beso fruto del alcohol y la charla. Apenas unos segundos, nada, se defendió ya perdida, despreciable. Está de más decir que los remordimientos afloraron cuando, en mitad de la abstinencia sexual que siguió a mi relación con Mercedes, recordé las palabras duras, exageradas, con las que la envié a mi pasado sentimental, tan insignificante por aquel entonces.