viernes, 30 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [15]

viernes, 30 de diciembre de 2011

«Mientras las poesía o la filosofía no están en condiciones de integrar la novela, la novela es capaz de integrar tanto la poesía como la filosofía sin perder por ello nada de su identidad, que se caracteriza precisamente (basta con recordar a Rabelais y a Cervantes) por su tendencia a abarcar otros géneros, a absorber los conocimientos filosóficos y científicos».
Milan Kundera, El arte de la novela

La cita con la que inicio la entrada de hoy pertenece a la tercera parte del libro, “Notas inspiradas por Los sonámbulos”. En ella, Kundera reflexiona sobre la trilogía de Hermann Broch, pero no es este el tema que quiero abordar. Me centro en la cita, la aíslo del contexto. ¿Por qué? Cuando la leí anoche, enseguida recordé algo que escribí cuatro años atrás. «Estoy leyendo La vida breve, de Onetti. Me parece espectacular. La maestría del uruguayo a la hora de crear un personaje tricéfalo (Brausen, Arce y el doctor Díaz Grey) se me antoja inalcanzable. Sé que no saldré indemne de esta etapa onettiana. Me parece que hay más poesía en un solo párrafo de Onetti que en el 90% de la poesía que se hace hoy». Dentro de este 90%, englobaba mi propia poesía. Por otra parte, soy consciente de que la cita de Kundera y mi anotación no tienen nada que ver. El checo habla de un tema específico: el de la capacidad integradora de la novela. Se trata del fruto de una reflexión. En mi caso, el tema es mucho más etéreo y, me atrevería a decir, subjetivo. ¿Sería capaz de mantener tal afirmación? Probablemente no, pero no es la cuestión aquí. Además, no puedo decir que mis palabras sean fruto de una reflexión seria. Todos tenemos prontos y, sin duda, mi frase obedece a uno de estos prontos. Ignoro las circunstancias específicas que me llevaron a escribir lo que escribí. En ocasiones (más de las deseables) nos vemos impelidos, por una fuerza misteriosa, a atacar lo que más amamos, lo que siempre se halla sobre nosotros, a una altura inabordable. Es un trasunto mundano de la lucha contra Dios, tal vez un trasunto literario de nuestras relaciones sentimentales. En mi caso, atacar la poesía es atacarme a mí mismo, y nunca soy tan duro como cuando me pongo en mi propio punto de mira. Así pues, ¿debo reducir este asunto a esta especie de pulsión autoagresiva? ¿No aletea, entre estas palabras, sutilmente, el motivo por el cual llevo tantos meses sin escribir un solo poema? Es posible. Tal vez todo se deba a la necesidad de parar por un tiempo, sin más. Durante bastantes años, mi ritmo poético ha sido endiabladamente alto. No son solo los libros publicados, la punta del iceberg, sino todos los poemas escritos y que duermen (¿esperan?) en las entrañas de mi ordenador. Es posible que ahora me halle en pleno proceso de digestión. Sí, debe ser esto. Pero, en ocasiones, no puedo dejar de pensar que muchos de los que escriben poesía lo hacen por su incapacidad para abordar satisfactoriamente otras empresas, por su falta de constancia, por lo sencillo que resulta (aquí no hablo de calidad) juntar 35 poemas, publicar un poema en un blog y que alguien lo lea. En ellos, la poesía es algo así como un premio de consolación. Hablo de gente sin vocación verdadera, dictatorial, gente que siempre se ampara en la subjetividad de los gustos para encubrir su nulidad, su falta de talento, porque siempre habrá alguien con un minuto libre dispuesto a decir «está genial, me gusta», alguien dispuesto a considerarlos buenos poetas, poetas incomprendidos, injustamente ninguneados. Hablo de esos que jamás leen poesía, que no sienten verdadera pasión por ella. Les basta con las letras de las canciones de sus cantantes favoritos, con alguna que otra novela y los poemas que escriben sus cuatro amigos cibernéticos. ¿Soy yo uno de estos? ¿Soy un verdadero poeta? ¿Lo fui alguna vez? ¿O lo único que hice fue imitar una serie de fórmulas con un mínimo de pericia para, así, poder ver mi nombre impreso en la portada de un libro y sentirme escritor? ¿Cuáles fueron las obras que me hicieron amar la literatura? ¿Qué libros han sido importantes en mi educación literaria? ¿No hay más novelas que poemarios? ¿Soy un fraude? ¿Y qué busco con estos interrogantes? ¿Que alguien me diga «Javier, tú eres un verdadero poeta, no debes preocuparte, olvida todo esto»? ¿Busco la caricia? ¿El reconocimiento? ¿El perdón? ¿Me arrepentiré mañana de lo que acabo de escribir? ¿Habrá quien se haya ofendido por lo escrito hasta ahora y decida dejar de leerme? ¿Qué importancia puede tener? Calla y escribe. Puesto que careces de imaginación, convierte tu anodina biografía en literatura. Al menos, inténtalo. Deja que sean otros los que digan si es buena o mala. Qué más da. Escribe lo que sea, diarios, novelas, poemas, poco importa. Deja de hacerte tantas preguntas. Son inútiles, las preguntas. Lo único que conseguirás es hacerte enemigos. Pero ¿no son estas preguntas escritura? Lees un libro, cualquiera. De una de sus páginas cuelga un hilo. Tiras de él. No piensas en las consecuencias. Ignoras dónde ha de llevarte, a qué recoveco de tu interior. No pienses en los posibles comentarios que puedan provocar tus escritos. No filtres, o no filtres mucho. Al fin y al cabo, tampoco eres un novelista. No vas a hacer carrera. ¿Recueras a aquella amiga obsesionada con que hicieras carrera? Debes aspirar a una editorial mejor, decía, tener más visibilidad. Tú te encogías de hombros, sonreías. ¿O era Alberto Sancevá? Tampoco es que seas un idealista, la verdad. A veces, el idealismo no es más que una manera de amortiguar el fracaso. No te conceden el premio esperado y sueltas, muy digno: «Quizás porque soy un idealista creo que la mayoría de películas deberían aspirar a tener una vida, encontrar a su público, conquistarlo, desconcertarlo... que tu aspiración máxima sea ganar un premio o vender muchos dvds me parece descorazonador». Pero seamos francos: ¿Cuántas veces te imaginaste recogiendo premios importantes, siendo entrevistado en televisión, admirado por multitud de lectores anónimos? ¿Cuántas veces te entrevistaste a ti mismo como si fueses el escritor más influyente desde Kafka? Alberto Sancevá es muy aficionado a este tipo de entrevistas. Ahora, por ejemplo, puedo verlo en la habitación del hotel donde se hospeda. Está en Madrid, por lo de la firma. Digamos que la Feria del Libro abrió sus puertas una semana atrás. Digamos que desde la editorial que ha publicado sus novelas le dijeron que se pasara. Por supuesto, él ha tenido que costearse el billete así como el hotel. Si accedió fue porque le apetecía pasar unos días solo, lejos de Mallorca y, sobre todo, lejos de Nuria Tamena. Debe reflexionar. Ya son tres años de relación. Se siente cómodo con ella, el cariño es indiscutible, pero ¿es suficiente? ¿No la acabará dañando como a todas las demás? Esta es la excusa que emplea para justificar estos gastos. Al fin y al cabo, si hay suerte, tal vez consiga firmar dos o tres libros. Ahora, ya en Madrid, evita pensar en Nuria Tamena. Optará por que las cosas caigan por su propio peso. El viejo método de los cobardes, de los amantes de la comodidad. Bien. Todavía tiene dos horas. Ahí está, en el baño, recién salido de la ducha. Con la mano derecha, desempaña el espejo frente al que se encuentra. Como suele sucederle cuando viaja, se siente intrépido, inspirado. Así pues, decide dar comienzo a la entrevista. El tipo del espejo formula una pregunta que no podemos escuchar. No hace falta. Aquí, lo importante es la respuesta de nuestro protagonista:
- Siempre me han fascinado esas novelas más o menos breves y enigmáticas que en realidad no son novelas –explica Alberto Sancevá de un modo desafiante, como si esto pudiese herir la sensibilidad de alguien y quisiera mostrarse más fuerte de lo que en realidad es para así persuadir a los heridos por sus declaraciones del peligro que podría entrañar un ataque contra su persona–, esos libritos cuyo significado final se nos escapa porque es posible que no exista ningún significado final –en este punto del discurso, ladea la cabeza y estira el dedo índice de su mano derecha, adquiriendo un aire sacerdotal y recriminatorio–, porque el autor maneja unas claves que nos escamotea tramposamente, transformando el texto en apariencia narrativo, muchas veces vendido como novela, nouvelle o cuento largo, en otra cosa, un artefacto poético, híbrido, una especie de alucinación o sueño, una suerte de enigma al que volver y del que solo podremos extraer belleza y extrañamiento, del que siempre nos faltará alguna clave. –Ahora se tapa con ambas manos la nariz y la boca, como si fuese a proseguir su discurso a los gritos o como si se lamentara de su inutilidad. Antes de continuar, menea la cabeza y expele el aire por la nariz ruidosamente, diríase que con fastidio–. Su lectura suele ser desasosegante como todo aquello que no responde a unos parámetros de sensatez.
               - ¿Algún ejemplo? –dice el otro del espejo.
               - En las alturas, de Thomas Bernhard. ¿Más?
               - Sí.
               - Amberes, de Roberto Bolaño. ¿Más?
               - Sí.
               - El hombre sentado en el pasillo, de Marguerite Duras. ¿Más?
               - Sí.
               - El pozo, de Juan Carlos Onetti. ¿Más?
               - Sí.
               - Thomas el oscuro, de Maurice Blanchot. ¿Más?
               - Sí.
               - La mujer zurda, de Peter Handke. ¿Más?
               - Sí.
               - Primavera sombría, de Unica Zürn. ¿Más?
               - Sí.
               - Monsieur Teste, de Paul Valéry. ¿Más?
               - Tengo mis dudas, pero sí.
               - Péndulo y otros papeles, de Cristóbal Serra. ¿Más?
               - Sí.
               - Punto Omega, de Don Delillo. ¿Más?
               - Sí.
               - Señor Sueño, de Robert Pinget. ¿Más?
               - Sí.
               - El silenciero, de Antonio Di Benedetto. ¿Más?
               - Sí.
               - Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del tractatus, de Agustín Fernández Mallo. ¿Más?
               - Sí.
               - Cualquier libro de César Aira. ¿Más?
               - Sí.
               - Los domingos de Jean Dézert, de Jean de La Ville de Mirmont. ¿Más?
               - No estoy de acuerdo. Siga. 
               - La canción de Van Horne, de Pedro Casariego Córdoba. ¿Más?
               - Se trata de un libro de poemas.
               - Es posible. ¿Más?
               - Sí.
               - Pedro Páramo, de Juan Rulfo. ¿Más?
               - Sí.
               - Cristo versus Arizona, de Camilo José Cela. ¿Más?
               - Esta no es breve.
               - De acuerdo. ¿Más?
               - Sí.
               - Mate Jaque, de Javier Pastor.
               - ¿Más?
               - Sí.
              
Lo dejamos en este punto. Me siento agotado, vacío. En breve me llamarán para comer. Después, a las seis, llegará Floriane. Hoy fue a Santanyí con su madre para visitar a una amiga de ésta. Debemos afrontar nuestro último fin de semana juntos antes de su partida. Este diario amortiguará la tristeza que tras su marcha siempre experimento. La literatura como refugio, la manera que tengo de salvarme de «la degradación y la inmersión definitiva en la marea de la vida trivial».