martes, 13 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [5]

martes, 13 de diciembre de 2011

Lo he conseguido. Dos días sin conectarme a Internet. Una prueba absurda, lo sé, pero una prueba al fin y al cabo. Siempre he rehuido, de un modo natural, todo tipo de dependencia. La única que me permito es la dependencia a la lectura y escritura. Hubo un tiempo en que me dio por pensar que este rasgo de mi carácter me hacía más fuerte, pero ya no lo tengo tan claro. En más de un sentido soy bastante débil, pero lo cierto es que me horroriza la idea de depender de algo ajeno a mí. Recuerdo que en la época universitaria y, sobre todo, en los meses posteriores, cuando me fui a vivir de alquiler con Anne, tonteaba con los cigarrillos. Llegó un momento en que no había día que no encendiera por lo menos uno. Lo bueno es que los disfrutaba, pero nunca me enganché, no me lo permití. Fue dejarlo con Anne, fumadora empedernida, y olvidarme de ellos. Por lo general, en mis relaciones sentimentales me ha pasado algo parecido, de ahí que nunca hayan fructificado a la larga. Cuando la otra persona cobra conciencia de su no trascendencia, de que podría estar igual de bien con ella que sin ella, se pierde la magia y ya es cuestión de tiempo que todo se venga abajo. Por no engancharme, jamás me he enganchado a una serie de televisión.
               Cuando me dijeron que tendría que estar seis semanas con la pierna inmovilizada, pensé que este tiempo me vendría bien para indagar en mi interior, para intentar dar respuesta a ciertas preguntas que en los últimos tiempos me vengo formulando (*). ¿Cuánto hay de miedo en mi modo de actuar? ¿Cuánto podría ser considerado como un rasgo de mi carácter? ¿Tal vez el miedo sea ese rasgo de carácter que me hace actuar así? ¿O es el miedo la explicación que me doy a la hora de intentar analizar mi manera de proceder? ¿Soy capaz de darme? ¿Me falta apasionamiento? ¿Qué frialdad es ésta que, incluso en los momentos de mayor patetismo, me hace mantener una distancia prudencial, una actitud analítica?
               Los de derechas me creen de izquierda; los de izquierda, de derecha. Los del Madrid me creen culé; los del Barça, madridista. Etc. Basta que vea a alguien asentado en una posición inamovible, ajeno a toda duda, alguien que se crea poseedor de una verdad incuestionable, para sentir el impulso de llevarle la contraria. Así, el ateo convencido ve en mí a un creyente atormentado, cuando no a un ser ávido de trascendencia espiritual; y el creyente que se regocija en su creencia, me ve como el mayor de los materialistas, como un hereje en toda regla. ¿Tiene esto que ver con lo escrito hasta ahora? ¿Es que ni a una sola idea puedo serle fiel? ¿Son comparables las ideas a los cigarrillos? ¿Y a las relaciones sentimentales? ¿Y a las series de televisión? ¿Tanto me cuesta exponerme? ¿Volvemos al miedo? Y si tanto odio exponerme, ¿por qué me expongo constantemente en mis escritos? ¿Me expongo en mis escritos? ¿No empiezan a ser demasiadas preguntas? ¿Cuánto hay de verdad en todo esto?
               Debería dejar de leer a Michel de Montaigne, al menos durante unos días. Por lo demás, ayer empecé y terminé Blanco nocturno, de Ricardo Piglia. Es imposible que el argentino me defraude. En la contra se dice que Piglia ha heredado de Borges su desconfiada inteligencia, así como su incansable y gozosa exploración de la literatura, y su atracción por los oscuros bajos fondos. No lo dudo. Pero, durante toda la lectura de la novela, no pude dejar de pensar en Juan Carlos Onetti. El ambiente corrupto y provinciano del pueblo al sur de la provincia de Buenos Aires, donde trascurre la historia; la sabiduría innata y medio alucinada del comisario Croce; la insistencia pigliana en el periodista y aspirante a novelista Emilio Renci, que aporta dosis de metaliteratura; la fábrica semiabandonada en mitad de la nada donde se recluye Luca Belladona, como un astillero ruinoso, sin futuro; el carácter no cerrado de la novela; todo me hacía pensar en el escritor uruguayo, en aquella Santa María nacida de su imaginación, así como en sus inolvidables Díaz Grey y Brausen. En un momento llegué a pensar que Ricardo Pilgia era una versión mejorada de Juan Carlos Onetti; o, si no mejorada, sí al menos más intelectual, más analítica, más perfeccionista, tal vez un poco menos decadente.
               Hoy me pondré con David Foster Wallace. Tengo pendiente acometer la lectura de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. A ver qué tal.


(*) «Si nos parásemos a veces a estudiarnos y empleásemos el tiempo que usamos en examinar a los demás y en conocer las cosas que están fuera de nosotros para profundizar en nosotros mismos, nos percataríamos fácilmente de lo débiles y falibles que son las piezas de las que se compone nuestra persona». Michel de Montaigne, Ensayos I.