viernes, 16 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [7]

viernes, 16 de diciembre de 2011

Dije que escribiría un mínimo de una hora diaria. Lo dije el miércoles y el jueves ya incumplí. Menudo escritor estoy hecho. Nada grande puede esperarse de mí. Pero a poner excusas para justificar mis flaquezas nadie me gana. Ayer tenía hora con la doctora Rodríguez. Ya llevo el yeso completo. Tendré que andar con él tres semanas. Lo más doloroso fue volver a colocar el pie en un ángulo de 90 grados respecto de la pierna. Han sido tres semanas en equino (así llamaban los enfermeros al modo en que habían inmovilizado mi pie, más o menos en un ángulo de 120 grados). Tan poco tiempo necesitamos para enquistarnos en una postura que luego resulta doloroso modificar. He aquí un hilo del cual podría tirar, pero me da pereza.
               Hacia el mediodía recibí un mensaje de mi editor. Si todo va bien, en menos de una semana  verá la luz mi segunda novela. Mi regalo de Navidad. Pensar que terminé de escribirla en el mes de junio del año 2008. Se trata de una novela pre-crisis, y se nota. Pero no, no es momento de hablar de Los artistas (así se titula la novela). Ya habrá tiempo.
               Por la tarde tuve que realizar un curso de formación on line sobre la LOPD 15/1999 (Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal). Este hecho no merece mayor comentario.
               Sobre las siete recibí la visita de Juan Payeras. Lo mejor del día junto con la noticia de mi editor. Hablamos de nuestras últimas lecturas, de poesía (Auden, Ashbery, César Simón), nos recomendamos libros. Entre otros, me trajo El arte  de la novela, de Milan Kundera. Tal vez su lectura me ayude a enderezar el rumbo de estas páginas. ¿Iría con segundas este préstamo?
               Ya de noche, en la cama, inicié la lectura de la historia de ese joven modesto y simpático llamado Hans Castorp. Veremos si corono la cima.


(21:26)
Ha llegado el momento de empezar a inventar una historia. Tal vez, sin pretenderlo, diga más sobre mí en ella que en el llamado plano no ficcional. Pero dejemos los preámbulos. Me apetece que haya dos tramas claramente diferenciadas, dos tramas que en algún momento se unirán, o tal vez no. En ocasiones utilizaré material antiguo, pero lo que más me apetece es improvisar. Sí, eso haré. Empezaremos por ponerle un nombre al protagonista de la primera trama. Alberto Sancevá. Muy evidente, pero no importa. Ha de ser escritor o aspirante a escritor. Digamos que se trata de un escritor de segunda. ¿Cómo empezar? Acude a mi mente la imagen de un caballo tirado en el asfalto, pero no, no quiero empezar así. Ha de estar leyendo en un bar. Sí, diremos que Alberto Sancevá se encuentra en el interior del Café Món. Sobre la mesa que ocupa, descansan una cerveza y un libro titulado Filosofía de la compensación, de un tal Odo Marquard. En estos momentos gira con parsimonia las hojas de un periódico, deteniéndose de vez en cuando para leer algún titular. En la sección denominada cultura, se encuentra con una entrevista realizada al actor Joaquin Phoenix, conocido principalmente por su papel en Gladiator. La razón de la entrevista es el estreno en España de su último trabajo en colaboración con Cassey Afleck, I’m still here. Para acabar la entrevista, que Alberto Sancevá lee de cabo a rabo, el periodista le comenta al actor que no parece muy afectado por el hecho de haberse quedado fuera de la disputa por los Oscar, a lo que Phoenix responde: «El gran objetivo de cualquier actor o cineasta hoy en día parece ser ir a los Oscar. Eso me resulta desconcertante. Quizás porque soy un idealista creo que la mayoría de películas deberían aspirar a tener una vida, encontrar a su público, conquistarlo, desconcertarlo... que tu aspiración máxima sea ganar un premio o vender muchos dvds me parece descorazonador. Está bien que valoren tu trabajo, es bonito, pero hay muchas más cosas, el cine se merece más». Tras leer esto, Alberto Sancevá saca de su bandolera el Pilot Extra Fine que siempre lleva consigo y marca entre corchetes la parte de la respuesta que va desde «Quizás porque soy un idealista» hasta «me parece descorazonador». Piensa, y le avergüenza pensar tal cosa, que también él es un idealista. Se le ocurre que nunca ha buscado premio, reconocimiento alguno más allá de eso que el actor llama la vida propia de la obra, es decir: encontrar un público concreto (numeroso o reducido), conquistarlo, desconcertarlo… El verbo desconcertar se le antoja clave. Apura su cerveza y pide otra. Desvía la mirada hacia el exterior del café. Misteriosamente, el tráfico denso de las avenidas al final de la tarde dota al mundo o, al menos, a la parte de él observable desde el interior del café, de una pátina de irrealidad, como si en cualquier momento fuese a suceder algo inesperado. En una de las mesas exteriores, hay un hombre mayor, de unos setenta años, tal vez más, hablando con una chica joven, espigada, bastante pálida. De Europa del este, piensa Alberto Sancevá. El hombre parece estar dando un discurso. Apenas gesticula al hablar, como si temiera que alguien pudiese averiguar el tenor de la conversación a través de sus movimientos. No mira a la chica mientras habla, sino al tráfico del final de la tarde o tal vez a la fachada del cine Augusta, al otro lado de las avenidas. La chica permanece callada, rígida en su silla, obediente. El camarero le trae la cerveza y Alberto Sancevá se desentiende de lo que acontece en el exterior. Vuelve a su libro Filosofía de la compensación. Empieza a leer el capítulo o parte titulada Narrare necesse est. Se trata de la conferencia introductoria a la mesa redonda “El futuro de la narración”, leída por Odo Marquard el 29 de junio de 1999, en la Universidad Bauhaus de Weimar. En el tercer párrafo de la conferencia, el autor alemán dice lo siguiente: «Las historias han de ser narradas. No son predecibles como procesos regulados por leyes naturales o como acciones planificadas, porque sólo se convierten en historias cuando sucede algo imprevisto. Mientras no sucede nada imprevisto son predecibles, y narrarlas carecería de interés». Al llegar a este punto de la conferencia, Alberto Sancevá alcanza su Pilot Extra Fine y subraya lo que acaba de leer. Piensa: lo imprevisto, lo que hace que los acontecimientos se transformen en historias, tiene que ver con ese desconcertar al público del que habla Joaquin Phoenix, con la sensación de irrealidad que sentí al mirar el tráfico del final de la tarde. Se trata, en realidad, de una cuestión recurrente, algo sobre lo que vuelve cada cierto tiempo para nunca llegar a una conclusión (*). Deja el Pilote Extra Fine y dirige su mirada hacia la mesa donde estaban sentados el viejo y la joven. Han desaparecido. En el sitio que ocupaban ahora hay dos mujeres de unos sesenta años, extrañamente parecidas entre sí. Le pega un sorbo a la cerveza y prosigue con la lectura del libro. 

(*) DIARIO DE ALBERTO SANCEVÁ. MIÉRCOLES,  21 DE SEPTIEMBRE DE 2005: Toda la tarde me rondan la cabeza dos ideas. Por una parte la de Rilke, que dice que sólo hay que escribir cuando se tiene verdadera necesidad de hacerlo; por otra, la de Gombrowicz, que asegura que el arte consiste en no escribir lo que se tiene que decir sino algo completamente imprevisto.
«¿Quién decidió que se debe escribir sólo cuando se tiene algo que decir? El arte consiste precisamente en no escribir lo que se tiene que decir sino algo completamente imprevisto». Esto escribió Witold Gombrowicz en su Diario. Bien. Pero incluso lo imprevisto tiene que beber de esa necesidad, de ese tener que decir algo. De lo contrario, tendremos al profesional de lo imprevisto, o sea, un mono de feria.
Por otro lado, Rainer Maria Rilke, en sus Cartas a un joven poeta, asegura que una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. En este modo de engendrarse, continúa, radica su enjuiciamiento: no hay ningún otro, sentencia. Pero, ¿no deberíamos enjuiciar una obra de arte tan sólo por su resultado, al margen de la necesidad inspiradora?