jueves, 12 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [24]

jueves, 12 de enero de 2012

Creo que la dinámica del diario-novela es buena. Las diferentes entradas, nunca excesivamente largas, funcionan como pequeños capítulos. Los espacios existentes entre una y otra aportan oxígeno a la narración. No se produce, o eso creo, el cansancio visual que sí producen esos libros sin puntos y aparte, sin el descanso que suponen esas mínimas interrupciones. Siempre fui bastante susceptible al desaliento que generan esos párrafos que se estiran hasta el infinito. Me desesperan por anticipado. Soy plenamente consciente de que este comentario me delata. Primero, como lector perezoso. Efectivamente, lo soy o, mejor, lo fui. Con disciplina y constancia y algo de madurez logré vencer esta pereza, al menos en parte. Ahora soy capaz de leer una novela como La montaña mágica. No ha sido fácil llegar a esto. De niño, me encantaban los cómics, pero no los leía; me limitaba a mirar las viñetas e imaginaba la historia. Alguna vez me gustó pensar que esta manera de proceder era consecuencia directa de mi gran imaginación. Prefería inventar yo la historia a que me la dieran masticada. Finalmente, tuve que reconocer que era la pereza y sólo la pereza lo que me llevaba a actuar así. Ya de adolescente, antes de sacar una novela de la biblioteca, escrutaba su contenido. No es que leyera párrafos sueltos al azar (bueno, sí, esto también lo hacía), sino que comprobaba que no hubiera parrafadas excesivamente largas. Algunos buenos libros repletos de parrafadas sin fin me hicieron ver el error en que vivía. De todos modos, algo de aquel niño y aquel adolescente perezosos quedó en mi interior. ¿Es por esto que me decanté por la poesía? Quién sabe. No me apetece profundizar en este punto. Dije que mi comentario sobre las parrafadas sin tregua me delataba. Primero, como lector perezoso. ¿Y segundo? Como un no verdadero novelista, como un no novelista de raza. Que sólo sepa hablar de mí, desnuda o disimuladamente, no hace más que añadir leña al fuego. Después de reflexionar unos segundos (que para ti, lector, no han existido, pues el tiempo que estuve con la mirada abstraída, mirando por la ventana sin ver nada de lo de afuera, han quedado abolidos por la continuación de mi teclear frenético), llego a la conclusión de que todo esto carece de importancia. Las etiquetas, siempre las etiquetas. Nos ponemos de acuerdo en abolirlas, pero siempre acabamos regresando a ellas. ¿Novelista? ¿Poeta? Más allá de estas categorías, soy alguien que necesita escribir. Mi disposición a la hora de enfrentarme a un poema, un artículo o una novela es similar. Necesito contar y muchas veces depende del azar el que acabe escribiendo un poema, un texto en prosa o el que me embarque en la aventura de una novela. Y digo aventura porque jamás sé hacia dónde ha de llevarme. Pero basta. Me cansé de hablar de mí. Tal vez, y esto se me acaba de ocurrir, una de las funciones de este diario sea demostrarme que puedo ser un verdadero novelista, un novelista de raza, alguien capaz de crear personajes con entidad propia, personajes que no remitan inequívocamente al autor, que sean independientes de él. Escribir, por ejemplo, sobre Cecilia Polsen y lograr que el lector se olvide de que yo estoy detrás de ella, moviendo los hilos, que sea capaz de verla como yo lo hago ahora, desnuda, sentada frente al espejo del salón-comedor mientras Alba, su compañera de piso, se pinta las uñas en el sofá de skay. Sí, olvídense de mí y céntrense en Cecilia. Desde que se despertó, pasado el mediodía, no ha hecho otra cosa que mirarse, pensar y fumar. Empieza a tener hambre. En cuanto su compañera se vaya, se preparará algo para comer. 
               - Siempre es lo mismo –murmura Cecilia mientras palpa en el interior de su bolso en busca de cigarros.
               - ¿Has dicho algo, nena? –pregunta Alba sin despegar su mirada de las uñas.
               Una y otra vez se acuerda del viejo. Hay algo hipnótico en su manera de contar. No tiene que ver con el contenido de sus narraciones, sino con la cadencia de su voz, con las palabras empleadas. Curiosamente, no le molesta su aparente autocomplacencia, el deleite que parece experimentar mientras desgrana esas historias insignificantes, tan inexplicablemente tristes. Se agarra a una idea difusa de la bondad, más que al dinero o la tremenda educación con que la trata, para justificar el hecho de que de pronto sienta ganas de que sea martes, de estar sentada en la terraza junto al señor Capllonch, mirando la piscina, el baldío oscurecido, la isla iluminada en que se convierte la gasolinera Repsol al caer la noche. No hay sexo, al menos por el momento. Aunque no es descartable que el viejo ya no pueda.
               - ¿A qué hora entras, nena? –pregunta Alba, ahora de pie, mirando la espalda desnuda de Cecilia Polsen.
               Cecilia observa a su compañera a través del espejo. Alba es de esas personas que nunca miran a los ojos de su interlocutor, que siempre parecen tener prisa o estar pensando en lo próximo que han de hacer.  
               Le dice la hora y enciende el cigarro. El humo denso y azulado se contorsiona perezosamente, creando figuras extrañas que al poco se deshacen. «Todavía tres horas», piensa Cecilia. «¿Qué andará haciendo el viejo?». Se imagina al señor Capllonch en la terraza de su casa, la mirada extraviada, clavada en la piscina, en algún fragmento de su pasado. No puede imaginárselo de otra manera. El pelo blanco y húmedo, la camisa blanca y sin arrugas, el olor del agua de colonia que utiliza, penetrante, como de bosque milenario.
               - Yo me voy –anuncia Alba–. Entro en el primer turno. No olvides cerrar con llave, ¿ok? Recuerda lo que le pasó a Mariana.
               Cecilia Polsen asiente pese a que sabe que Alba ya no la mira. A veces se pregunta si su compañera de piso es capaz de pensar en cosas más allá de sus uñas, el dinero y los hombres/clientes. Resulta fácil elaborar un autorretrato benigno en contraposición con el de Alba, pero ¿no prueba esto que quizá ella, Alba, tuvo menos opciones? De pronto viene a su mente la imagen del niño Danek. Tan rubio, tan endemoniadamente encantador. Rescatado de Gdansk, aquella ciudad miserable del norte de Polonia donde transcurrió su niñez. «¿Mi primer amor?». Cecilia se pone en pie. Acaricia sus senos, la posibilidad de una vida diferente. Danek la observa ir y venir del baño a la sala y de la sala al baño. «¿Y qué fue de ti, pequeño idiota? ¿Qué hiciste con tu vida? ¿Cómo se te ocurre insinuar que debiera volver? ¿Es que te has vuelto loco?». La ventana está abierta (no tienen aparato de aire acondicionado) y es probable que algún vecino se alegre la vista con el ir y venir del cuerpo desnudo de Cecilia Polsen.