martes, 14 de febrero de 2012

Los días laborables


En cuanto nuestras miradas se cruzaron, supe que acabaríamos juntos. El alcohol facilitó las cosas. Iba con una amiga, una pareja de circunstancias, una compañera de oficina y sábado sin plan. Me bastaron unos minutos para darme cuenta de que en realidad se despreciaban, de que no podían dejar de verse como rivales. La noche y sus estrategias, nada sutiles. Le pregunté su nombre y busqué su sonrisa, la condensación en un solo gesto de todo lo que tenía que sucedernos. De facciones duras, se esforzaba por resultar amable. Se había iniciado el diálogo secreto de los cuerpos, de las falsas biografías. Al reír, mostraba sin pudor las encías, signo inequívoco de buen sexo. Me lo confirmó su frente sobre mi hombro al segundo chiste. La amiga había dejado de existir, libraba sus propias batallas. Me pudo la impaciencia y decidí acortar los plazos, saltarme el protocolo. La noche palpitaba, era el momento preciso. Ojalá estuviésemos en tu casa, dije. Mejor en la tuya, contestó.  Entonces agarré su mano y la arrastré fuera del local. Su aliento en mi oído mientras se explicaba y la obsesión de sus muslos por rozar los míos hicieron que aún tuviera más prisa por detener un taxi. Todo habría sido perfecto si no hubiese cometido la torpeza, la vulgaridad de pintarse distinta a como era en aquella hora. En realidad no acostumbro, no te vayas a pensar, no soy así, pero quién es así en la marea de los días laborables. Todos somos distintos, más apocados. Por lo demás, sus encías estaban en lo cierto.

ULTIMA HORA, 14/02/12