martes, 21 de febrero de 2012

Teología

Ocurrió hace dos veranos. Acompañaba en coche a mi hija, que acababa de cumplir 7 años, y a un amigo suyo a la casa de los padres de éste. No sé a cuento de qué se inició la conversación. Iba escuchando las noticias cuando, de pronto, percibí que el ambiente se caldeaba. Apagué la radio y me centré en la conversación de los niños. Discutían sobre Dios. Mi hija defendía su existencia mientras que su amigo se empecinaba en asegurar lo contrario. Su argumentación para defender su postura me pareció curiosa: “Si Dios existiera, todo el mundo tendría un Porsche”. Mi hija, por su parte, se apoyaba en el prestigio de la letra impresa. “Pues yo he leído en un libro que Dios creó el mundo”. Para fortalecer su argumento, tiró de autoridad. “Además, mi madre dice que Dios existe”. El niño, ignorante de la autoridad que en materia teológica detenta la madre de mi hija, rebatió esta última frase: “¿Tu madre estaba ahí?”. No contento, siguió torpedeando la línea de flotación de su amiga. “Mi abuelo dice que no existe”.  En ese momento supe que el momento de mi intervención había llegado. “Papá, ¿verdad que Dios existe?”, me preguntó mi hija, ofendida por la actitud belicosa de su compañero. Se hizo un silencio expectante. “Es una cuestión de fe”, dije, ignorando la edad de mi auditorio. “Ni su existencia ni su inexistencia pueden demostrarse, así que lo importante es respetar la opinión del otro y, sobre todo, tratar de ser buenos. Exista o no exista, que yo no lo sé, hemos de ser buenos”. No volvieron a sacar el tema.

ULTIMA HORA, 21/02/2012