Caigo en contradicciones,
incongruencias, imprecisiones. Me rebato constantemente, con disciplina
improvisada. Más que escarbar, que profundizar en una idea, la rodeo con
curiosidad, la acaricio y fantaseo para después salir corriendo. Alguna vez
hablé de alergia al proselitismo, pero me parece una explicación demasiado fácil,
un tanto cómoda. Envidio a los que pueden descansar y relajarse sobre unos
ideales más o menos firmes, al margen de altibajos y autoagresiones. Además,
siempre sentí curiosidad por cómo deben verse las cosas desde la terraza del
vecino, sobre todo si la vecina está buena y acostumbra a caminar semidesnuda
por casa.
Ocurre que me releo y no me
gusto. Imagino que esta patología debe tener algún nombre. Hoy en día todo
tiene un nombre.
Hablando de relecturas… Releo
varias veces la frase con que terminé mi artículo del martes 1 de mayo (día
extraño para hablar de prosas y lirismos, la verdad). Eso de “reírse de todo lo
demás” merece una explicación. (En realidad no la merece, pero me entraron
ganas). Creo en la necesaria ejemplaridad que debe presidir la actuación de
todo representante público y político en general. (Hay frivolidades que
repugnan). Hago extensible esta necesidad a los entrenadores de fútbol y
futbolistas, por ser estos a quienes más se escucha en este país. (Se admiten
risas). Este segmento de población queda dispensado de la facultad de reírse de
todo, no puede o no debería poder asumir maneras despreciativas, etc., porque
todos les miramos y asumimos sus posturas, sus discursos, en una actitud
imitativa tan patética como inevitable. Otra cosa bien distinta es la actitud
que uno puede adoptar a la hora de escribir (un poema, una novela, lo que sea).
Aquí sería ridículo e, incluso, peligroso perseguir la ejemplaridad. Además, la
repercusión que el contenido de un libro de poemas o novela puede tener es ínfima.
Lo que vengo a decir –algo, por otro lado, más viejo que el TBO– es que es
bueno escribir sin perder de vista (al menos, sin olvidar del todo) que uno
está haciendo algo bastante importante, sí, pero SÓLO PARA ÉL. (Tendencia en
constante progresión, si no, que le pregunten al preocupado Vargas Llosa). Al
fin y al cabo, el mejor de los poetas tiene menos repercusión que un diseñador
de moda o un cocinero medianos, por no hablar de un empresario de éxito o el
ganador del último concurso televisivo de moda… Se trata, más que nada, de un
consejo de amigo para no caer en el ridículo. (Ya sé que esto de hacer el
ridículo es algo subjetivo y que, probablemente, al escribir estas líneas esté
cayendo en el mayor de los ridículos al tomarme tan en serio). (Otra cosa: creo
en el derecho inalienable del ser humano a hacer el ridículo de la manera que
más le plazca). Una vez que asumes esto, tu no trascendencia, tu futilidad, puedes
reírte de todo... Pero no, hay cosas sobre las que debería estar prohibido
reírse. No, no debería estar prohibido, ésta no es la solución, conduce al
talibanismo… En realidad, hablo o pretendía hablar de poner entre paréntesis
cierta idea de trascendencia u honorabilidad, algo también más viejo que el TBO
–si no, que le pregunten al último premio Cervantes… Bla bla bla.
Pese al ridículo en que caigo
tras cada nueva frase, decido seguir. Voy lanzado, de cabeza al arrepentimiento
posterior. (El exceso de explicaciones lleva aparejado irremediablemente el
arrepentimiento posterior). Sigo con el artículo “Fin del lirismo”. En ningún
momento me propuse contraponer prosa y poesía, tomar partido por uno de estos
géneros literarios (pensé que había quedado claro, pero un comentario recibido
hace que dude sobre este punto). Algo así me parecería ridículo. Necesito ambos
por igual; no sé estar sin leer poesía del mismo modo que no sé estar sin leer
narrativa. ¿No? No, a la larga no. Lo que sucede es que subjetivizo (según el diccionario
de la RAE , los
verbos subjetivar y subjetivizar no existen, pero no importa) los términos
“prosa” y “lirismo”, los hago míos, escapo de la acepción que el diccionario
pueda dar de ellos. Contemplo el lirismo como una actitud ingenua frente al
hecho de escribir; en cambio, al hablar de tiempo de la prosa, me estoy
refiriendo a una actitud más descreída, menos inocente. El tiempo del lirismo
es el tiempo de la juventud en tanto que tiempo en que uno se deja deslumbrar
con mayor facilidad por fuegos de artificio. Pienso en jueguitos varios y en la
creencia en la singularidad e importancia de nuestros propios sentimientos. El
tiempo de la prosa, en cambio, es presidido por una actitud más crítica y
reflexiva (con lo bueno y malo que esto conlleva).
Parte práctica. Propongo
releer poemas propios escritos cuando uno tenía 16 años. Al margen de la falta
de lecturas típica de esa edad, uno se ruboriza al percibir la pose y la
tendencia a la exageración que rezuman esos versitos que confunden profundidad
con tremendismo de segunda. Hay quienes se enquistan ahí, que no admiten broma
sobre sus profundos y terribles sentimientos. Se toman tan en serio en su
faceta de escribidores (seres de una sensibilidad ultraterrena) que uno se
queda pasmado. En fin, tampoco es tan grave. El mundo no se detendrá por eso.
Lo hará por otras cosas.
Ahora escucho una voz que me
susurra: “¿No está muy visto eso de desacralizar la poesía, la literatura en
general? ¿No habría que volver a sacralizarlas, adoptar posturas mesiánicas,
brindar por nuestra singularidad especial, altiva…? No sé… ¿Volver a Huidrobo?
¿Abrazar a don Mario? ¿Por qué no?
No, no es ésta la cuestión,
me estoy yendo por las ramas…
Una cosa está clara: nunca
hay que tomarse demasiado en serio las reflexiones que un escritor pueda hacer
sobre el hecho de escribir. Probablemente, busque escandalizar, hacer un chiste
o devolver alguna pulla que directa o indirectamente recibió.
¿Habrá tercera parte?