Como la catarata de una selva
abolida,
perdida en algún libro,
la lavadora dice su monólogo
de ropa sucia y detergente,
trae el rumor de los domingos
solos
en que se fraguan las huidas,
esas revoluciones que aún nos
permitimos.
Llueve. Y uno imagina
un camino de tierra junto a un
río
enigmático y turbio como el
río de Conrad,
la voz de una mujer que no ha
existido,
que inventamos después del
desamor.
Imagina ciudades en las que
los leones
duermen sobre el asfalto,
lugares sin un mapa que los
delate, gentes
que saben contemplar un cielo
rojo
desde el balcón de sus
renuncias.
Imagina una rosa abandonada
en la mesa de un bar, la
terraza desierta
de un hotel que cerró y en el
que Carver
escribe, muy despacio, las
letras de aquel verso
que tantos otros escribieron
antes que él:
la hegemonía de la muerte...
Uno
imagina estas cosas sin saber
que lo que imaginamos
será el desierto frío donde
nos quemaremos,
el aguijón certero de lo que
no tuvimos
o no supimos retener.
Sigue lloviendo todavía
y la lluvia me cuenta,
cadenciosa y cercana,
que el que nunca ha abrazado
un espejismo
no sabe qué es perderlo para
siempre.
Poema incluido en Al fin has conseguido que odie el blues (Ed. Hiperión, 2003)