martes, 4 de diciembre de 2012

Bazares chinos

Los bazares chinos suelen ser lugares terroríficos, a veces estrambóticos, de ahí que los escritores desesperados los frecuenten en busca de inspiración. Hay algo en las mercaderías que venden, en su disposición en la tienda, algo en su luz exigua, en los rostros de los que allí trabajan, que predispone al momento epifánico que todo escritor ansía vivir. En mis visitas a los bazares chinos, he visto a poetas y cronistas urbanos anotar en sus libretas detalles de las conversaciones que suelen darse en este tipo de locales. Su fauna es heterogénea y exótica, de ahí que sus diálogos estén preñados de dobles o triples sentidos no siempre fáciles de esclarecer. Por otro lado, los bazares chinos parecen cápsulas fuera del tiempo. Por tal motivo, pensionistas y nostálgicos se dejen caer por ellos con tanta asiduidad. Están insertos en una suerte de realidad paralela, una realidad no regida por las mismas reglas que rigen la realidad existente más allá de sus escaparates. No es de extrañar que haya gente que piense que Einstein concibió su famosa teoría después de visitar uno de estos lugares sagrados o de peregrinación. Todos, escritores o no, acabamos sucumbiendo a la llamada infinita del gato de oro. Se trata de una llamada mágica, reversible, pues lo mismo sirve para atraer a la gente que para decir adiós a los que se alejan. ¿Y qué me dicen de las leyendas más o menos turbias que siempre envuelven este tipo de establecimientos? Poetas, estamos de suerte: siempre nos quedarán los bazares chinos. 

ULTIMA HORA, 04/12/12