Tenían que amarme todas las mujeres hermosas del mundo. Ya podía acariciar sus largas piernas morenas. Firmé el contrato en el último piso del primer rascacielos de Occidente. Alguien muy parecido a Al Pacino me sonreía satisfecho mientras me acercaba su estilográfica de oro. Presidía la sala un cuadro enorme de Charles Darwin. Sin duda, éramos los elegidos, los mejores de nuestra especie. Las vistas, además, eran espectaculares: uno podía sentirse DiCaprio o Brad Pitt. Me prometieron gestionar 22 millones de euros en una cuenta de un banco de Ginebra, y otros 2,5 millones en dos cuentas de un banco de Nueva York. Por entonces lucía cuerpo apolíneo y mi larga melena rizada era mecida por el viento atronador del océano. Luego todo saltó por los aires y me vi relegado a tareas administrativas. Archivo las carpetas de todo lo que no alcancé. Pueden encontrarme en una de las jaulas de las plantas inferiores. Por aquí abajo no corre la brisa, y las pocas mujeres con las que me cruzo me doblan en edad y peso. Pero no me quejo. Esto no es una queja. Al menos me queda el recuerdo de todo lo que tenía que ocurrirme. Los descapotables de mi memoria, las autopistas junto al mar en llamas. Las piernas kilométricas de todas esas mujeres. Mujeres esculturales que me dicen adiós, que ya ríen con otros. Con sus restos he armado este monstruo ingobernable. Dicen que me parezco a un famoso actor francés. Piensan que me rendí, pero no me conocen. Nadie me conoce. No respondo de lo que en breve ocurrirá.
ULTIMA HORA, 22/01/13