El
otro día reorganicé la habitación donde tengo todos mis libros de poesía, los
que conservo de mi etapa escolar (Juan Ramón Jiménez, García Lorca, etc.) y los
que fui adquiriendo por mi cuenta y riesgo. Esta segunda etapa la inicié con 18
años. Yo era estudiante de primero de derecho. No fue la vocación lo que me
empujó al mundo de las leyes, sino los consejos procedentes de mi entorno más
cercano. Provenía del bachillerato de letras, tenía capacidad de estudio y no
era del todo imbécil. No tardé mucho en descubrir que esta tercera cualidad no
era requisito imprescindible para estudiar derecho. En realidad, imbéciles hay
por todos lados. Tal vez, después de todo, yo sea uno de ellos. En fin. Hice
derecho. Acabé mis estudios. Hoy por hoy sé tanto de leyes como mi hija de
nueve años. Pero la cuestión aquí es que por aquel entonces empecé a consumir
poesía. Poesía escrita por poetas vivos. Poetas que se reunían en simposios y
festivales, que para poder subsistir trabajaban en universidades y oficinas, en
bares y supermercados. Poetas que escribían con una sensibilidad de fin de
siglo veinte, es decir, una sensibilidad similar a la mía. Empecé a leer y
escribir compulsivamente. Tuve lo que podríamos considerar un guía poético y un
amigo también aspirante a poeta. Creía estar escribiendo poemas memorables,
originales, únicos, cuando en realidad lo único que hacía era imitar las voces
de los poetas que leía. Es posible que aún no haya superado esta etapa, que sea
imposible hacerlo. Aprendí lecciones que unos años después me esforcé en
desaprender. Escribí poemas malísimos que ni siquiera merecen ser llamados
poemas. ¿Hace falta seguir? Publiqué algunos libros gracias a los cuales conocí
a otros poetas. Todos con su libro y su poética a cuestas. Todos con su verdad y
su vanidad, con su esperanza y su pose frente a los hechos y el futuro. Tan
distintos a mí. Tan iguales. Y aquí estamos todos. Más
viejos o menos jóvenes. Con ganas de seguir buscando el poema
perfecto, inigualable, imprescindible, pese a que sabemos que no existe, que nunca saldrá de nuestras
cabezas. ¿No es hermoso? ¿No es risible y triste y heroico a la vez? La
habitación donde guardo mis libros de poesía vuelve a estar organizada. Sí, todo
en orden. Hasta que el tiempo y el deseo la vuelvan a desordenar.