lunes, 11 de febrero de 2013

La gran caída



Yo, como muchos, llevo una doble vida. Que me salva. Esta otra vida transcurre en mi imaginación. Allí puedo autodestruirme sin problema. Todos los seres sensibles y civilizados fantasean con la autodestrucción. “Todo esto da asco. No palabras…”, ya saben.

Allí, además, tengo algunos amigos, amigos que por ejemplo me dicen “hacer negocio con la salud no es de buenos cristianos” y después, como Delueze o Primo Levi, se lanzan al vacío.

Antonio Di Benedetto, en su novela Los suicidas, lo cuenta de esta forma: “destruirse a sí mismo es privilegio de la absurda condición humana”.

Escribo mientras en la tele hablan de un tipo que saltó de un cuarto piso perseguido por el señor Desahucio. Menudo privilegio. Es como si todos estuviéramos inmersos en una gran caída que no parece tener fin. Pero siempre puede ser peor.

“Ten una vida bonita, tengo ganas de suicidarme", éstas fueron las últimas palabras de J.G. Se las dijo a su madre por teléfono. Tenía doce años. La madre se alarmó, quiso hablar con él, pero fue inútil. J.G. ya no atendía el teléfono. La madre quiso creer que se trataba de una broma, de una travesura sin gracia, tal vez de una apuesta entre amigos de clase. Cualquier cosa antes de aceptar que su hijo estaba hablando en serio. Ni la muerte de la abuela, ni el divorcio entre ella y su marido, ni los problemas en la escuela podían justificar algo así. Era imposible. Del todo. Cómo va a quitarse la vida un niño de doce años. ¿Tiene sentido?

Cuando llegó a casa, se lo encontró ahorcado.

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La facilidad nos vuelve tontos. Todos aspiramos a la facilidad. Complete el silogismo.

En la comodidad y en la ignorancia anida la paz. Al final preferimos ser cerdos satisfechos. El hombre insatisfecho no cotiza. Sólo aceptamos su compañía cuando nos lo encontramos en el interior de una película o de una novela.

Por otro lado, la sociedad satisfecha de sí misma se ha venido abajo. Lo hemos visto por la tele. Lo hemos sufrido en nuestras propias carnes. La insatisfacción reinante espolea conciencias. Todo esto nos acerca a la confrontación.

En la lucha los seres humanos se sienten más vivos. Esa vieja paradoja. Entonces todo se intensifica. Lo bueno y lo malo. Queremos ganar la batalla para poder volver a ser cerdos satisfechos.

Un amigo me cuenta que al hijo de una amiga le han detectado una enfermedad grave. El niño sólo tiene cinco años. Mi amigo me lo cuenta compungido. Acuden a nuestras bocas frases hechas, tan sobadas como ciertas. Viejas verdades en las que sólo reparamos cuando la confrontación nos salpica. Lo que de verdad importa. Por encima de cualquier otra cuestión.

Pienso en ese niño al que no conozco, en los años difíciles que nos aguardan, en el cambio de paradigma que, aseguran, vivimos. Pienso en mis proyectos literarios, en su brutal insignificancia, en todas las horas que les dedico. Tal descompensación entre dedicación y relevancia objetiva me golpea. Son golpes de niño enfermo. Sé que pronto los olvidaré.

El olvido forma parte de nuestro sistema inmunológico.