Si he de ser sincero, debo decir que Algo que nunca debió pasar no se ajusta al perfil de novela por la que suelo sentirme atraído, de ahí que difícilmente me hubiese acercado a ella por iniciativa propia. [1] Pero las circunstancias quisieron que cayera en mis manos. Ahora, una semana después de haberla leído, puedo afirmar que no me arrepiento de haberme adentrado en sus páginas. No me cambiará la vida, ciertamente, tampoco mis criterios literarios (si es que los tengo), pero la historia me llegó a enganchar. Sentía curiosidad (hacia el final, incluso, impaciencia) por saber cómo se resolvería la trama, cómo terminarían Ramírez y Gutiérrez, los dos ex policías nacionales que protagonizan, junto con la ciudad de San Sebastián, la novela.
¿El argumento? Después de veinte años sin verse, Gutiérrez, que no ha abandonado San Sebastián, contacta con Ramírez, el cual no ha vuelto a pisar la ciudad norteña en todo este tiempo, para que le ayude a encontrar a una niña desaparecida, la nieta de su mujer, que vive con ellos y a la que quieren como si fuera su propia hija.
Este encargo hace que Ramírez vaya rememorando el tiempo que vivió en San Sebastián, cuando policía, un tiempo marcado por los brutales atentados de ETA y la degradación ética y moral de todos a los que tocó vivir de cerca aquel infierno.
Se trata, como ya algunos sospecharán, de un relato duro y realista, un relato que apela a los sentimientos humanos más primarios y a la intensidad con que se viven; un relato contado con eficacia, en el que Juan M. Velázquez ha sabido administrar con sabiduría el tiempo y la acción de lo narrado.
El libro se abre con dos poemas de Karmelo C. Iribarren. Al poeta y al novelista les unen la generación a la que pertenecen (les separan cinco años) y la ciudad en la que viven y nacieron, así como el gusto por la novela negra de corte más clásico. Este fragmento de Algo que nunca debió pasar bien podría haberlo escrito el poeta donostiarra:
"Siempre había pensado que para alguien que no sabe qué hacer ni a dónde ir los bares son el mejor refugio. Cumplen su función con eficacia como ningún otro lugar. Había matado muchas horas en bares y apreciaba lo que ofrecían además de bebida. Ya no era un borracho, aunque de vez en cuando se emborrachara y sabía apreciar un buen bar, uno donde te dejaran en paz con tus pensamientos y si encima había una camarera guapa que te sonreía de vez en cuando no había razón para irse hasta que te echaran".
En Algo que nunca debió pasar encontrarán personajes arrasados por las circunstancias, rotos y envilecidos por una vida que los trató con dureza. Pero incluso en ese lodazal en el que chapotean, pueden hallarse rastros de honor, entereza y sacrificio. Es decir, el anverso y reverso de la condición humana.
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[1] Escribí esta especie de reseña entre el jueves y el viernes. Ahora, al releerla antes de su publicación, me encuentro con la necesidad de explicarme esta frase inicial. ¿Cuál es ese perfil del que hablo? ¿Pueden catalogarse de algún modo las novelas por las que suelo sentirme atraído? Se trata de un asunto arriesgado, difuso, complejo. A medida que me voy respondiendo mentalmente, saltan dentro de mí multitud de excepciones, novelas obstinadas en tirar por tierra todas las respuesta que se me van ocurriendo. Los chascos y las sorpresas positivas no quieren ser silenciados. Bien. No importa. Entre otras muchas cosas, aquí estamos para contradecirnos y meter la pata. Veamos… En las novelas suelo buscar algo más allá del discurso meramente realista, tan asumido como propio en la literatura española. (Según Ignacio Echeverría, la tradición narrativa española se sustenta sobre estos tres pilares: realismo, preciosismo estilístico y ética de los sentimientos). Las tramas, por lo general, me suelen importar poco. Hay excepciones, grandísimas excepciones, pero no dejan de ser excepciones. Me siento atraído por la digresión, por las historias sinuosas, de cercos débiles, por la implicación del novelista (no estoy hablando de moralidad) en lo que narra, por cierta grado de libertad a la hora de concebir la escritura, es decir, por la no sumisión del novelista al argumento o trama… En fin, nada nuevo bajo el sol. Tal vez esto explique que entre mis autores favoritos se encuentren tipos como Juan Carlos Onetti, Mario Levrero, Thomas Bernhard, Antonio di Benedetto, Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Peter Handke…
Quizá lo
que busco (se me acaba de ocurrir) es un aliento auténtico y cercano (para mí,
se entiende), un aliento que pueda confundir con el mío propio, ese puente
capaz de unir el mundo del novelista con mi mundo… Bien, como cursilada no está
mal. Cuando empiezas a ponerte cursi, es el momento de dejarlo. Me haré caso. Hasta
otra.