sábado, 2 de marzo de 2013

‘Viaje de invierno’, de Amélie Nothomb



No pienso que la mediocridad haya podido conmigo. Siempre logré mantener una vigilancia al respecto, gracias a algunas señales de alarma. La más eficaz es la siguiente: mientras no te regodeas con la caída de alguien, aún puedes mirarte al espejo. Deleitarse con la mediocridad ajena sigue siendo el colmo de la mediocridad.
 Conservo una notable capacidad para sufrir con la decadencia de aquellos a los que conozco. Últimamente, he vuelto a ver a Laura, que fue una excelente amiga en mis tiempos universitarios. Le pregunté por Violette, que era la más guapa del curso. Con entusiasmo, me respondió que se había engordado treinta kilos, que tenía más arrugas que el Hada Carabosse. Su alegría me estremeció. Acabó por desolarme cuando se escandalizó de que sintiera lástima por la carrera de Steve Caravan:
 –¿Por qué lo juzgas?
 –No lo juzgo. Sólo lamento que haya abandonado la música. Tenía tanto talento.
 –Las facturas no se pagan creyéndote un genio.
 Había algo más desagradable que aquella frase: era la acritud que el comentario rezumaba.
 –Entonces, para ti, ¿Steve era alguien que se creía un genio? ¿Nunca se te ocurrió pensar que pudiera serlo?
 –Tenía su talento, como cualquiera de nosotros.
 Era inútil continuar. Soportar el discurso de los bienpensantes ya resulta difícil de por sí, pero se vuelve insoportable cuando descubres la amplitud del odio oculto tras ese catecismo.