sábado, 9 de marzo de 2013

Breve crónica con resaca

Vista del aeropuerto de Barcelona-El Prat.


Pero olvidémonos del alcohol y la noche. Escribir asediado por la resaca es todo un reto; alardear de ello, una muestra de inmadurez.

En todo caso, no hay que hacerlo muy obvio.

Inicio la crónica. Ayer estuve en Barcelona. Un viaje relámpago. Asuntos familiares. Como no podía ser de otro modo, llevé un libro conmigo. Viajar sin libro es como comer un chuletón sin vino, o como visionar una película porno sin poder tocarte: algo absurdo, torturador…

Mi intención era llevarme Vivir y morir en Lavapiés, de José Ángel Barrueco, una suerte de La colmena versión siglo veintiuno, pasada por el túrmix de la cultura americana y el “cut-up”. Me apetecía empezar la tercera parte del libro, “at night”, pero las dimensiones de mi bolso-bandolera y de la novela desaconsejaban tal elección. (El libro debía compartir espacio con cartera, smartphone, paquete de kleenex, una baraja de cartas, un paquete de chicles, la impresión de las tarjetas de embarque y una caja de Doliprane). Finalmente, me decanté por esa joya de dimensiones reducidas que Juan Carlos Onetti dedicó a la que fuera su amante, Idea Vilariño: Los adioses. ¿Qué decir a estas alturas de esta obra maestra?

La manera que tiene Onetti de adentrarse en el alma del individuo (sí, he escrito alma) y de la colectividad (devastador el retrato que de ella hace) me parece magistral. Pero no, no me apetece empezar a cantar las gracias del uruguayo. En Google encontrarán palabras más precisas si así lo desean; si no, siempre pueden leer el pormenorizado estudio que Vargas Llosa le dedicó: El viaje a la ficción.

No me resisto, eso sí, a traer aquí el arranque de Los adioses:

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.

En fin, otra novela a añadir a mi lista de libros releídos. De nuevo, una grata experiencia. Enriquecedora.

Por lo demás, en el aeropuerto de Barcelona-El Prat pude constatar lo que ya es obvio: que los terminales móviles ganan por goleada a los libros de papel cuando se trata de matar el tiempo.