Habíamos nacido para ser grandes estrellas del rock. La banda sonora de nuestros sueños estaba compuesta por canciones de Loquillo, La Frontera o Gabinete Caligari. Ya sé: nuestro concepto de grandeza era discutible. En fin. El mundo se hallaba en pleno proceso de reconstrucción. No sabíamos de miserias, todo eran oportunidades, planes descabellados, melodías que hablaban de nosotros, es decir, de nuestras ilusiones. La España gris dormía en las espaldas de nuestros padres y abuelos. Nosotros nos reuníamos en garajes para imaginar acordes imposibles, nuestras habitaciones se convertían en bares donde pasar la noche al calor del amor, siempre en el límite del bien y del mal. Esto duró hasta bien entrados los noventa. Sí, lo estiramos todo lo que pudimos. En realidad, llegamos a los treinta y tantos como adolescentes canosos y con sobrepeso. Qué manera de beber, qué máquinas de escupir estupideces. Guardo grandes recuerdos. Ahora andamos otro camino: bebemos mejor, pero nuestras estupideces son menos inocentes. El realismo imperante y nuestras propias limitaciones nos han hecho escépticos e intrigantes. Nos debemos hoy a nuestros hijos, deudas y parejas. Por suerte, ya no nos vemos como estrellas del rock, ni siquiera como poetas malditos. Bueno, alguno se quedó enganchado a aquella imagen. A veces discutimos sobre si su aspecto actual es heroico o ridículo. Ahora soñamos con que nos toca la Lotería, o simplemente con sobrevivir. Nuestro declive coincide con un declive generalizado.
Aunque el gorro parezca indicar lo contrario, por entonces aún no clareaba. |
ULTIMA HORA, 26/03/13