—¡Eh, cuánto tiempo!
—Sí, desde mediados del mes pasado no hablábamos.
—¿Qué tal todo? ¿Qué has hecho estos días?
—Leer, corregir poemas, ver tele…
—Sí, recuerdo que me dijiste que ibas a leer una
novela de Le Clézio. ¿Lo hiciste?
—Sí, leí Onitsha.
—¿Y qué tal?
—Bien. Resultó una gran experiencia. Desde el primer
párrafo ya tenía la sensación de estar leyendo un clásico, literatura de alta
calidad, capaz de resistir el tiempo, el ir y venir de las modas. Me refiero a
que dentro de cien años, aunque nadie recuerde lo que fue el proceso
colonizador de África, el relato seguirá manteniendo su fuerza. O sea, que
trasciende el tiempo en que está inserto para proyectarse hacia delante… Te
digo esto porque, tal vez lo recuerdes, venía de leer Magma, que es todo lo contrario y, si no todo, sí al menos una
propuesta bastante alejada de la de Le Clézio. En fin, sé que no tiene mucho
sentido comparar ambas obras, pero sí es cierto que, mientras leía Onitsha, no podía dejar de pensar que la
novela de Lars Iyer, después de cien años, iba a resultar incomprensible, no
como la del francés…
—Bueno, tal vez Magma
explique mejor el estado de cosas a principios del siglo veintiuno de lo que
pueda hacerlo Onitsha con respecto
del final del siglo pasado…
—Entiendo lo que quieres decir, pero pienso que esto
que planteas es una cuestión al margen de la literatura, o al menos no central
de la literatura.
—¿Estás seguro? Las grandes obras son consideradas
grandes no sólo por la fuerza y universalidad del relato en sí, sino también
por dejar constancia, de algún modo, del tiempo en que fueron escritas, del
estado de la literatura en ese momento histórico…
—¿Desde cuándo te has vuelto un teórico?
—Tal vez desde que hablo contigo.
—En fin, lo resumiría diciendo que Onitsha habla de cuestiones universales,
atemporales, que siempre han rondado el alma del individuo; en cambio, Magma trata de dar respuesta o, más
bien, recrea una cuestión puntal que inquieta a determinados novelistas del
momento y que probablemente sea una estupidez o moda…
—Repito: ¿Estás seguro?
—No, y borra esa sonrisita de capullo. ¿Acaso he
estado yo seguro de algo alguna vez?