De Lanka
apenas conozco lo que el rectángulo de la ventana ofrece. Un paisaje de azoteas
sucias y antenas torcidas. Es suficiente. No me interesan los detalles, me
basta con esta visión general. A veces, en mis descansos, me acodo en la
ventana. Si estiro el cuello, puedo ver
el mar, pero rara vez lo hago. El mar me resulta indiferente. Las metáforas y
la humedad lo echaron a perder, tal vez los recuerdos de la infancia, tan
empapados de salitre, tan mentirosos e insignificantes. Lanka vive de espaldas
al mar. Se cuentan historias sobre marineros borrachos, pero no es más que
literatura popular, mitología del hampa. Algunas noches, después de haber
follado, Sophie me relata alguna de esas historias. Ron, celos y deudas, poco
más. Me gusta que me las cuente mientras acaricia mi pelo. No creo que
soportara presenciarlas, pero la voz de Sophie, recostada en el catre que
compartimos casi todas las noches, las vuelve interesantes. Me imagino
respirando los vapores insalubres de tugurios marítimos que, por otro lado,
hace tiempo dejaron de existir. En esto, las ordenanzas municipales son
tremendamente restrictivas. Uno de los rasgos distintivos de Lanka.