Paco Cifuentes leyendo el poema “La francesa” de Roberto
Bolaño en el salón de casa. A veces pasan este tipo de cosas. Son escenas que
se nos quedan dentro. La voz profunda de Paco recitando los versos de Bolaño
mientras yo lo escucho y me evado del salón de casa para aterrizar en la
habitación de hotel de una isla al sur de todo mapa, de todo posible regreso,
junto a una sombra que es posible que sea yo mismo o una joven tan perdida como
yo por aquel entonces, una cara y un cuerpo y un temor desdibujados,
recuperados por un instante gracias a la voz, a la música de Paco Bolaño o
Roberto Cifuentes. De su estancia en Mallorca el pasado fin de semana, curiosamente
me quedo con esto: Paco Cifuentes leyendo el poema “La francesa” en el salón de
casa.
Ha pasado una semana. Hoy es domingo, domingo por la tarde.
Releo el poema “La francesa”. Sin duda, es uno de mis poemas favoritos. Cada
pocos meses vuelvo a él. Me recuerda lo que siempre se le debe exigir a la poesía, al menos, lo que yo siempre le exijo, aquello sin lo cual se me torna algo frío, pura ornamentación o
juego o reflexión. Estoy hablando, claro está, de la emoción.
Pero se trata de un poema largo y es domingo, domingo por la
tarde, así que mejor traigo aquí otro poema de Bolaño, uno más breve, que también
me gusta mucho, un poema incluido, al igual que “La francesa”, en su libro Los perros románticos, un poema titulado
“Lupe”.
LUPE
Trabajaba en la
Guerrero , a pocas calles de la casa de Julián
y tenía 17 años y había perdido un hijo.
El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para vivir durante algunos años. El sitio ideal para
escribir
un libro de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas de terror. Lupe
era delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los leopardos.
La primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y de lo que para ella era la felicidad.
Al cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que nos alegramos de vernos. A partir de entonces
Lupe empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya por no cumplir con la Virgen.
Yo no sabía qué decirle.
Me gustaban los niños, seguro,
pero aún faltaban muchos años para que supiera
lo que era tener un hijo.
Así que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos
ocupantes
o los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu ritmo y era fácil escucharla referir
las últimas películas de terror que había visto
en el cine Bucareli.
Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el latido de mi corazón.
Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El corazón.