Estos
textos no ocultan la imposibilidad de separarlos de la vida de sus autores. (…)
convierten en texto lo vivido en carne propia a través de la intensidad. (…)
Por eso no son mera literatura,
entendida en su sentido más habitual de “trabajo con el lenguaje”. (…)
constituyen una prueba de la integridad personal de quienes escriben.
***
La
primera herida que volvió a dolerme al leer los poemas de Theodor Kramer fue la
de mi padre, que había sido soldado de las SS. Cuando preguntaba a mi padre por
la guerra, jamás me respondía. El tema de la culpa parecía problema mío, no
suyo. Así fue hasta su muerte por enfermedad. Yo no podía evitar plantear
aquellas preguntas pero no a pesar de
que fuera mi padre, sino precisamente porque
era mi padre. En su opinión, yo habría tenido que aceptarle incondicionalmente
como padre, del mismo modo incondicional en que él me había engendrado siendo
el soldado de las SS que volvía de la guerra. Para mí, mi padre fue el primer
ejemplo de persona que, en un principio por ignorancia y después por pura
comodidad e indiferencia –como si de un efecto secundario natural de la vida
misma se tratase–, se vuelve tan culpable como los verdugos activos. Le enseñé
“La fuga de la muerte” de Paul Celan. Él me miró encogiéndose de hombros.
Analizar la culpa de mi padre, aquella culpa de la que él no quería saber nada,
me sirvió para extraer la primera advertencia para mi propia vida: a co-culpa
nunca es consecuencia, es simultánea de lo que se hace. Eso lo aprendí de lo
sucedido, lo irreversible en la vida de mi padre. Para ello no me hizo falta
ninguna ambición especial, tan solo los ojos, que ven dónde están porque no
pueden hacer otra cosa. Mirase donde mirase en Rumanía encontraba la necesidad
de aprender eso. No es que tuviera todos los motivos para hacerlo, es que no
había otra opción: vivía en una dictadura y no quería ser co-culpable de ella.
Y eso solo era posible si te lo planteabas desde el principio, antes de
incurrir en ningún tipo de culpa.
***
Si
hay algo privado, es la moral.
***
(…)
Ella sí habría sido lo bastante fuerte como para que la aceptaran para
herniarse a trabajar. Su padre, en cambio, no. Estaba demasiado familiarizado
con la anatomía de la máquina de la muerte. Había sido “elegido” como una
pequeña pieza más del gran aparato. Tenía que hacer funcionar la trampa de los
asesinos y después, por saber demasiado, su única salida fue la cámara de gas.
Liesel, aquella niña tan impertinente y tan poco sentimental, no quiso
abandonar a su padre y fue gaseada con él. Esta historia tampoco se cuenta sino
en forma de bosquejo. Pero se graba en la mente en el punto en que se calla
conscientemente.
***
(…)
mantener despierta la capacidad sensorial que se desarrolla en circunstancias
extremas con el fin de saber reconocer enseguida cuándo algún punto de la
normalidad comienza a tender hacia el extremo.
***
(…)
Ante unas fechas tan contundentes, poco margen de acción queda a lo individual.
Solo hay un Nosotros. El Yo queda prácticamente anulado: “comparada con la
nación, poca cosa”. En la homogeneización del pensamiento por decreto, miles de
biografías resultan idénticas.
***
Puerta es una palabra
que para Inge Müller también significa “vida”. Un mundo sin puertas es un mundo devastado. Donde ya no hay puertas es
porque la tierra está abierta, una tumba. Una puerta es una frontera en la que
comienza uno mismo. La historia de las puertas destruidas es una imagen de la
historia de las personas destruidas.
***
Los
años cincuenta ya los vivió Inge Müller como adulta. Tras su primera
experiencia traumática en la Segunda Guerra Mundial, hubo de ver de nuevo cómo
las personas no cuentan nada. Cómo el Nosotros se impone frente al Yo. Para ese
individuo se inventó y repartió la culpa. La mínima sospecha surgía de la nada
y bastaba para ser coaccionado. La denuncia volvió a convertirse en virtud.
Inge Müller ni siquiera se planteaba seguir viviendo en su tiempo. De partida
era demasiado tarde: ya tenía los nervios a flor de piel. No había olvidado
aquella primera experiencia de ser llevada por el camino de la muerte vistiendo
el uniforme de la Wehrmacht. Era demasiado mayor como para no poner en duda
todo, ya no servía para colaborar con el nuevo Estado.