domingo, 6 de marzo de 2016

Herta Müller. En la trampa. Tres ensayos

Algunos fragmentos de En la trampa. Tres ensayos, de Herta Müller (traducción del alemán de Isabel García Adánez). Los tres ensayos se titulan: “En la trampa”, “Di que tienes quince” y “Mi vestido volverá a ti por correo”. Estos ensayos constituyen un homenaje a los escritores Theodor Kramer, Ruth Klüger e Inge Müller, además de un alegato y una advertencia contra cualquier clase de totalitarismo, de pensamiento único, de arrinconamiento del individuo…



Estos textos no ocultan la imposibilidad de separarlos de la vida de sus autores. (…) convierten en texto lo vivido en carne propia a través de la intensidad. (…) Por eso no son mera literatura, entendida en su sentido más habitual de “trabajo con el lenguaje”. (…) constituyen una prueba de la integridad personal de quienes escriben.



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La primera herida que volvió a dolerme al leer los poemas de Theodor Kramer fue la de mi padre, que había sido soldado de las SS. Cuando preguntaba a mi padre por la guerra, jamás me respondía. El tema de la culpa parecía problema mío, no suyo. Así fue hasta su muerte por enfermedad. Yo no podía evitar plantear aquellas preguntas pero no a pesar de que fuera mi padre, sino precisamente porque era mi padre. En su opinión, yo habría tenido que aceptarle incondicionalmente como padre, del mismo modo incondicional en que él me había engendrado siendo el soldado de las SS que volvía de la guerra. Para mí, mi padre fue el primer ejemplo de persona que, en un principio por ignorancia y después por pura comodidad e indiferencia –como si de un efecto secundario natural de la vida misma se tratase–, se vuelve tan culpable como los verdugos activos. Le enseñé “La fuga de la muerte” de Paul Celan. Él me miró encogiéndose de hombros. Analizar la culpa de mi padre, aquella culpa de la que él no quería saber nada, me sirvió para extraer la primera advertencia para mi propia vida: a co-culpa nunca es consecuencia, es simultánea de lo que se hace. Eso lo aprendí de lo sucedido, lo irreversible en la vida de mi padre. Para ello no me hizo falta ninguna ambición especial, tan solo los ojos, que ven dónde están porque no pueden hacer otra cosa. Mirase donde mirase en Rumanía encontraba la necesidad de aprender eso. No es que tuviera todos los motivos para hacerlo, es que no había otra opción: vivía en una dictadura y no quería ser co-culpable de ella. Y eso solo era posible si te lo planteabas desde el principio, antes de incurrir en ningún tipo de culpa.



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Si hay algo privado, es la moral.



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(…) Ella sí habría sido lo bastante fuerte como para que la aceptaran para herniarse a trabajar. Su padre, en cambio, no. Estaba demasiado familiarizado con la anatomía de la máquina de la muerte. Había sido “elegido” como una pequeña pieza más del gran aparato. Tenía que hacer funcionar la trampa de los asesinos y después, por saber demasiado, su única salida fue la cámara de gas. Liesel, aquella niña tan impertinente y tan poco sentimental, no quiso abandonar a su padre y fue gaseada con él. Esta historia tampoco se cuenta sino en forma de bosquejo. Pero se graba en la mente en el punto en que se calla conscientemente.



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(…) mantener despierta la capacidad sensorial que se desarrolla en circunstancias extremas con el fin de saber reconocer enseguida cuándo algún punto de la normalidad comienza a tender hacia el extremo.



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(…) Ante unas fechas tan contundentes, poco margen de acción queda a lo individual. Solo hay un Nosotros. El Yo queda prácticamente anulado: “comparada con la nación, poca cosa”. En la homogeneización del pensamiento por decreto, miles de biografías resultan idénticas.



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Puerta es una palabra que para Inge Müller también significa “vida”. Un mundo sin puertas es un mundo devastado. Donde ya no hay puertas es porque la tierra está abierta, una tumba. Una puerta es una frontera en la que comienza uno mismo. La historia de las puertas destruidas es una imagen de la historia de las personas destruidas.



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Los años cincuenta ya los vivió Inge Müller como adulta. Tras su primera experiencia traumática en la Segunda Guerra Mundial, hubo de ver de nuevo cómo las personas no cuentan nada. Cómo el Nosotros se impone frente al Yo. Para ese individuo se inventó y repartió la culpa. La mínima sospecha surgía de la nada y bastaba para ser coaccionado. La denuncia volvió a convertirse en virtud. Inge Müller ni siquiera se planteaba seguir viviendo en su tiempo. De partida era demasiado tarde: ya tenía los nervios a flor de piel. No había olvidado aquella primera experiencia de ser llevada por el camino de la muerte vistiendo el uniforme de la Wehrmacht. Era demasiado mayor como para no poner en duda todo, ya no servía para colaborar con el nuevo Estado.