«Prepara tu petate, poeta. Esta tarde nos largamos».
No me
gusta que me llamen poeta, pero no dejo que el malestar se refleje en mi cara.
«¿Se
retiran al fin?».
«Las
bigotudas reculan. El edificio es nuestro».
Tardo
unos segundos en responder. Cuando digo «perfecto», Pablo ya ha desaparecido.
Me pongo en pie y miro por el ventanuco. No registro actividad. El edificio de
enfrente parece abandonado, no respira. Sin embargo, después de años de
contienda, uno aprende a desconfiar de las apariencias. Pero Pablo es uno de
los voceros del capitán, se supone que sabe de lo que habla. Se trata de otra
pequeña victoria, seguimos avanzando. Me doy vuelta y miro el rincón donde
solía dormir Lucas. Ya hace dos semanas que duermo solo. Imagino que a partir
de ahora mi situación cambiará.
Todos
los que conformamos la compañía nos situamos frente a la entrada principal del
edificio. Se trata de territorio conquistado, no corremos riesgo. A un lado,
los hombres; al otro, las mujeres. Ellas permanecen en silencio, la vista
clavada en la tierra; nosotros, en cambio, soltamos grandes risotadas. Alguien escala
un montículo de escombros y suelta las proclamas de rigor: «¡Dios salve al
Capitán!». «¡Arriba el Movimiento!». «¡Muerte a las Bigotudas!». ¿Acaso esta
guerra era contra la imaginación? El ambiente es festivo. De un modo
espontáneo, se ha organizado un campeonato de lanzamiento. Hierros afilados
atraviesan el aire, también pedruscos. El Capitán se demora. Al fin aparece acompañado
de su escolta. Dejan de volar objetos, el silencio cae sobre nosotros como algo
ajeno a nuestra voluntad.
«Hoy,
gracias al valor de nuestros hombres, estamos más cerca de nuestro objetivo. En
pocas semanas, la ciudad será nuestra, el orden volverá a reinar. De los doce
sectores, ya controlamos ocho. Solo debemos lamentar una baja en este último
enfrentamiento. Se llamaba Miguel. Murió en combate, la mejor muerte que un
hombre puede tener. Por el contrario, cayeron dieciocho Bigotudas e hicimos
seis prisioneros, cuatro hombres y dos mujeres. A partir de esta tarde, las
mujeres estarán disponibles. Dios está de nuestra parte. ¡Arriba el
Movimiento!».
Vítores,
abrazos, puños en alto. Me fundo en abrazos fugaces. Caras sucias, peludas,
desfilan frente a mí. Todos convencidos. Yo, una cara sucia y peluda más,
también grito con fuerza.
*
A los auténticos
convencidos se les distingue porque, en la contienda, al lanzar los cascotes o
las lanzas, depositan la punta de la lengua sobre el labio superior y arrugan
la nariz. Pablo siempre hace lo mismo. He compartido ventana y trinchera con él
en alguna que otra ocasión. Tras el lanzamiento, su cuerpo se queda rígido
durante uno o dos segundos. Una temeridad, sin duda. Durante ese lapso queda
expuesto, a merced del enemigo. ¿Un tic? Puede ser. O tal vez piense que esta
actitud vaya en provecho de su puntería. Los convencidos suelen ser
supersticiosos. Yo, por si acaso, imito su manera de proceder. En los últimos
tiempos, el número de reclutamientos voluntarios ha crecido de manera
considerable. La vida al margen de los bandos se ha hecho más dura. Ahora ya
pueden prescindir de algunos de nosotros y los tibios no gozan de buena prensa,
de ahí que al lanzar cascotes saque la lengua y arrugue la nariz. No quiero
acabar como Lucas.
El
error de Lucas fue expresar sus dudas en voz alta. Se mostró compasivo con un
recién llegado que no quiso rematar a uno de esos que se mueven por la zona
intermedia, que no tomaron partido. El prisionero se negaba a colaborar, pese a
los escupitajos y las patadas. Después de un par de horas, el capitán,
visiblemente aburrido, ordenó que lo ejecutaran. «Dadle matarile a este picha
floja. Que lo haga el nuevo, a ver de qué pasta está hecho». Por lo visto, la
pasta no era de la mejor calidad. Se negó. Decía que no podía. El capitán,
enfurecido, dijo: «Lo matas o te mato». El capitán, cuando quiere, sabe ser
persuasivo. El nuevo agachó la cabeza y dejó caer la piedra que tenía en la
mano. Lucas saltó en su defensa: «Otorguémosle una oportunidad, no somos animales.
No les demos la razón a esos que nos tachan de brutos». Aquellas palabras
fueron el principio de su fin. Esos que nos tachan de brutos –los Retros, nos
llaman– son el enemigo. Está de más decir que ni Lucas ni el nuevo se
encuentran ya entre nosotros.
Lucas
era mi compañero de habitación. Obviamente, estaba al tanto de sus
inclinaciones. De sus debilidades, diría el capitán. Su problema es que le
gustaba hablar, compartir. Le daba al coco y todo el mundo sabe que no hay nada
como darle al coco para que broten las dudas. Decía cosas del tipo: «Defender
el orden y la tradición no está reñido con cierta sensibilidad». O cosas como:
«Creo que Dios no aprobaría nuestros métodos». O, por ejemplo: «No pienso que
las mujeres sean inferiores, simplemente, su función es otra». La verdad, todas
aquellas palabras me volvían loco, no lograba sacármelas de encima.
A
Lucas lo fueron arrinconando. El capitán dejó de hablarle y todos hicieron lo
mismo. Eso me dejaba en una situación difícil. Compartíamos celda. ¿Podría
haberme contaminado? Si bien Lucas era el responsable de mis desvelos, yo lo
apreciaba. De todos modos, aprecio más mi vida, así que también dejé de
hablarle. Él no forzó las cosas, no me obligó a tomar partido. Es algo que
siempre le agradeceré. En tiempos de guerra, las cosas funcionan de este modo.