martes, 7 de agosto de 2018

Los Retros [fragmento]





«Prepara tu petate, poeta. Esta tarde nos largamos».
     No me gusta que me llamen poeta, pero no dejo que el malestar se refleje en mi cara.
     «¿Se retiran al fin?».
     «Las bigotudas reculan. El edificio es nuestro».
     Tardo unos segundos en responder. Cuando digo «perfecto», Pablo ya ha desaparecido. Me pongo en pie y miro por el ventanuco. No registro actividad. El edificio de enfrente parece abandonado, no respira. Sin embargo, después de años de contienda, uno aprende a desconfiar de las apariencias. Pero Pablo es uno de los voceros del capitán, se supone que sabe de lo que habla. Se trata de otra pequeña victoria, seguimos avanzando. Me doy vuelta y miro el rincón donde solía dormir Lucas. Ya hace dos semanas que duermo solo. Imagino que a partir de ahora mi situación cambiará.
     Todos los que conformamos la compañía nos situamos frente a la entrada principal del edificio. Se trata de territorio conquistado, no corremos riesgo. A un lado, los hombres; al otro, las mujeres. Ellas permanecen en silencio, la vista clavada en la tierra; nosotros, en cambio, soltamos grandes risotadas. Alguien escala un montículo de escombros y suelta las proclamas de rigor: «¡Dios salve al Capitán!». «¡Arriba el Movimiento!». «¡Muerte a las Bigotudas!». ¿Acaso esta guerra era contra la imaginación? El ambiente es festivo. De un modo espontáneo, se ha organizado un campeonato de lanzamiento. Hierros afilados atraviesan el aire, también pedruscos. El Capitán se demora. Al fin aparece acompañado de su escolta. Dejan de volar objetos, el silencio cae sobre nosotros como algo ajeno a nuestra voluntad.
     «Hoy, gracias al valor de nuestros hombres, estamos más cerca de nuestro objetivo. En pocas semanas, la ciudad será nuestra, el orden volverá a reinar. De los doce sectores, ya controlamos ocho. Solo debemos lamentar una baja en este último enfrentamiento. Se llamaba Miguel. Murió en combate, la mejor muerte que un hombre puede tener. Por el contrario, cayeron dieciocho Bigotudas e hicimos seis prisioneros, cuatro hombres y dos mujeres. A partir de esta tarde, las mujeres estarán disponibles. Dios está de nuestra parte. ¡Arriba el Movimiento!».
     Vítores, abrazos, puños en alto. Me fundo en abrazos fugaces. Caras sucias, peludas, desfilan frente a mí. Todos convencidos. Yo, una cara sucia y peluda más, también grito con fuerza.

*

A los auténticos convencidos se les distingue porque, en la contienda, al lanzar los cascotes o las lanzas, depositan la punta de la lengua sobre el labio superior y arrugan la nariz. Pablo siempre hace lo mismo. He compartido ventana y trinchera con él en alguna que otra ocasión. Tras el lanzamiento, su cuerpo se queda rígido durante uno o dos segundos. Una temeridad, sin duda. Durante ese lapso queda expuesto, a merced del enemigo. ¿Un tic? Puede ser. O tal vez piense que esta actitud vaya en provecho de su puntería. Los convencidos suelen ser supersticiosos. Yo, por si acaso, imito su manera de proceder. En los últimos tiempos, el número de reclutamientos voluntarios ha crecido de manera considerable. La vida al margen de los bandos se ha hecho más dura. Ahora ya pueden prescindir de algunos de nosotros y los tibios no gozan de buena prensa, de ahí que al lanzar cascotes saque la lengua y arrugue la nariz. No quiero acabar como Lucas.
        El error de Lucas fue expresar sus dudas en voz alta. Se mostró compasivo con un recién llegado que no quiso rematar a uno de esos que se mueven por la zona intermedia, que no tomaron partido. El prisionero se negaba a colaborar, pese a los escupitajos y las patadas. Después de un par de horas, el capitán, visiblemente aburrido, ordenó que lo ejecutaran. «Dadle matarile a este picha floja. Que lo haga el nuevo, a ver de qué pasta está hecho». Por lo visto, la pasta no era de la mejor calidad. Se negó. Decía que no podía. El capitán, enfurecido, dijo: «Lo matas o te mato». El capitán, cuando quiere, sabe ser persuasivo. El nuevo agachó la cabeza y dejó caer la piedra que tenía en la mano. Lucas saltó en su defensa: «Otorguémosle una oportunidad, no somos animales. No les demos la razón a esos que nos tachan de brutos». Aquellas palabras fueron el principio de su fin. Esos que nos tachan de brutos –los Retros, nos llaman– son el enemigo. Está de más decir que ni Lucas ni el nuevo se encuentran ya entre nosotros.
        Lucas era mi compañero de habitación. Obviamente, estaba al tanto de sus inclinaciones. De sus debilidades, diría el capitán. Su problema es que le gustaba hablar, compartir. Le daba al coco y todo el mundo sabe que no hay nada como darle al coco para que broten las dudas. Decía cosas del tipo: «Defender el orden y la tradición no está reñido con cierta sensibilidad». O cosas como: «Creo que Dios no aprobaría nuestros métodos». O, por ejemplo: «No pienso que las mujeres sean inferiores, simplemente, su función es otra». La verdad, todas aquellas palabras me volvían loco, no lograba sacármelas de encima.
     A Lucas lo fueron arrinconando. El capitán dejó de hablarle y todos hicieron lo mismo. Eso me dejaba en una situación difícil. Compartíamos celda. ¿Podría haberme contaminado? Si bien Lucas era el responsable de mis desvelos, yo lo apreciaba. De todos modos, aprecio más mi vida, así que también dejé de hablarle. Él no forzó las cosas, no me obligó a tomar partido. Es algo que siempre le agradeceré. En tiempos de guerra, las cosas funcionan de este modo.