Esta mañana, a eso de la siete menos
cuarto, se me ocurrió el principio de una novela que probablemente nunca llegue
a escribir. Empezaba con un hombre saliendo de su casa aún de noche para tomar
un avión. Ya en el taxi, seguía dándole vueltas a ese inicio. Por suerte, me
tocó un taxista sin ganas de charlar. Para mi sorpresa, escuchaba la Ser. Una
evidencia más de que el mundo que conocemos se resquebraja a marchas forzadas.
Pasado el control de seguridad, la novela o, para ser más exacto, el arranque
de la novela andaba en trámites de disipación. Pero las piernas de una rubia en
minifalda reflotaron el proyecto. Fue inevitable imaginarse una especie de
mujer fatal, una mujer instalada junto al asiento de mi protagonista. Esta
suerte –al menos, así deben percibirlo lector y protagonista– funcionará a modo
de detonante. Como escribiría el escritor de segunda que soy: pistoletazo de
salida. Charla ligera pero medio intencionada. Nueva coincidencia en la fila de
los taxis. Él mira hacia atrás y se encuentra la sonrisa de la rubia –que en mi
relato será pelirroja–. Mi protagonista sopesa la posibilidad de proponerle
compartir taxi. No, no es tan intrépido. Y, sin embargo –¡oh, milagro! Dios
existe, cómo no va a existir– vuelven a encontrarse en la recepción del NH
Núñez de Balboa. ¿Es posible tanta casualidad? ¿No vendrás al congreso de
talleristas?, preguntará él, pero –ya es mala suerte– me ha tocado sentarme al
lado de un compañero de trabajo, por lo que me veo obligado a interrumpir mis
ensoñaciones y encarar una conversación perfectamente previsible sobre temas
laborales. Ya en Madrid, todo es vorágine, mails y reuniones. Son casi las ocho
de la tarde cuando salgo de la oficina. Voy directo al hotel. Me muero por
sacarme el traje y tirarme en la cama para gigantes en la que dormiré esta
noche y jugar al Block Puzzle que, a petición de mi hija, me instalé en el
móvil la semana pasada. Después de una hora, me entra hambre, por lo que decido
salir a explorar la zona. Acabo en una hamburguesería de diseño en la que la
hamburguesa más barata cuesta doce euros. El encargado me pregunta si estoy
solo. Suena horrible, dicho así. En la mesa, hablo con mi mujer y mi hija. Una
video-llamada. Están en la cama de matrimonio. Mi hija me pregunta si ando con
mis amigos. No, he venido solo, le digo. Las echo a faltar y a la vez me hace
bien estar solo en tierra de nadie, con un libro, rodeado de extraños. Sin
duda, el libro me da un toque demodé. El mundo se resquebraja, pero yo me hago
fuerte en mi anacronismo analógico. Juego a verme desde fuera, pero pronto me
aburro. Me entrego a la lectura: Natalia Ginzburg. Se me ocurre, una vez engullidos los doce
euros de carne de vacuno acompañados de una cerveza doble, que ahora sí podría
empezar esa novela que imaginé. Pido la cuenta, deseo regresar al hotel para
sentarme a escribir. Traje conmigo la Surface. Escribir a mano se me antoja un
ocho mil inconquistable. En cambio, con un teclado, en una habitación de hotel,
puedo convertirme en el rey del mambo, en el puto Marco Pantani de las letras.
Sin pensarlo mucho, me pongo a teclear. No empiezo con la novela –todo lo que
implique más de un día de trabajo queda relegado a ese lugar medio fantasioso
llamado “cuando tenga tiempo”–, sino que tecleo sobre el principio de la
jornada, cuando salí de casa y aún era de noche. Vuelve a ser de noche. La una.
Algo más de seiscientas palabras. No está mal. Cosas que pueda terminar al poco
de ser iniciadas, ahora mi actividad literaria debe ceñirse a esto. Empezar,
terminar y a otra cosa. Creo que se trata de la primera crónica de hotel que
escribo en mi vida. Brindo con agua del grifo y me meto en la cama. Buenas
noches.