lunes, 8 de abril de 2019

El puto Marco Pantani de las letras

(Abril)


Esta mañana, a eso de la siete menos cuarto, se me ocurrió el principio de una novela que probablemente nunca llegue a escribir. Empezaba con un hombre saliendo de su casa aún de noche para tomar un avión. Ya en el taxi, seguía dándole vueltas a ese inicio. Por suerte, me tocó un taxista sin ganas de charlar. Para mi sorpresa, escuchaba la Ser. Una evidencia más de que el mundo que conocemos se resquebraja a marchas forzadas. Pasado el control de seguridad, la novela o, para ser más exacto, el arranque de la novela andaba en trámites de disipación. Pero las piernas de una rubia en minifalda reflotaron el proyecto. Fue inevitable imaginarse una especie de mujer fatal, una mujer instalada junto al asiento de mi protagonista. Esta suerte –al menos, así deben percibirlo lector y protagonista– funcionará a modo de detonante. Como escribiría el escritor de segunda que soy: pistoletazo de salida. Charla ligera pero medio intencionada. Nueva coincidencia en la fila de los taxis. Él mira hacia atrás y se encuentra la sonrisa de la rubia –que en mi relato será pelirroja–. Mi protagonista sopesa la posibilidad de proponerle compartir taxi. No, no es tan intrépido. Y, sin embargo –¡oh, milagro! Dios existe, cómo no va a existir– vuelven a encontrarse en la recepción del NH Núñez de Balboa. ¿Es posible tanta casualidad? ¿No vendrás al congreso de talleristas?, preguntará él, pero –ya es mala suerte– me ha tocado sentarme al lado de un compañero de trabajo, por lo que me veo obligado a interrumpir mis ensoñaciones y encarar una conversación perfectamente previsible sobre temas laborales. Ya en Madrid, todo es vorágine, mails y reuniones. Son casi las ocho de la tarde cuando salgo de la oficina. Voy directo al hotel. Me muero por sacarme el traje y tirarme en la cama para gigantes en la que dormiré esta noche y jugar al Block Puzzle que, a petición de mi hija, me instalé en el móvil la semana pasada. Después de una hora, me entra hambre, por lo que decido salir a explorar la zona. Acabo en una hamburguesería de diseño en la que la hamburguesa más barata cuesta doce euros. El encargado me pregunta si estoy solo. Suena horrible, dicho así. En la mesa, hablo con mi mujer y mi hija. Una video-llamada. Están en la cama de matrimonio. Mi hija me pregunta si ando con mis amigos. No, he venido solo, le digo. Las echo a faltar y a la vez me hace bien estar solo en tierra de nadie, con un libro, rodeado de extraños. Sin duda, el libro me da un toque demodé. El mundo se resquebraja, pero yo me hago fuerte en mi anacronismo analógico. Juego a verme desde fuera, pero pronto me aburro. Me entrego a la lectura: Natalia Ginzburg.  Se me ocurre, una vez engullidos los doce euros de carne de vacuno acompañados de una cerveza doble, que ahora sí podría empezar esa novela que imaginé. Pido la cuenta, deseo regresar al hotel para sentarme a escribir. Traje conmigo la Surface. Escribir a mano se me antoja un ocho mil inconquistable. En cambio, con un teclado, en una habitación de hotel, puedo convertirme en el rey del mambo, en el puto Marco Pantani de las letras. Sin pensarlo mucho, me pongo a teclear. No empiezo con la novela –todo lo que implique más de un día de trabajo queda relegado a ese lugar medio fantasioso llamado “cuando tenga tiempo”–, sino que tecleo sobre el principio de la jornada, cuando salí de casa y aún era de noche. Vuelve a ser de noche. La una. Algo más de seiscientas palabras. No está mal. Cosas que pueda terminar al poco de ser iniciadas, ahora mi actividad literaria debe ceñirse a esto. Empezar, terminar y a otra cosa. Creo que se trata de la primera crónica de hotel que escribo en mi vida. Brindo con agua del grifo y me meto en la cama. Buenas noches.