miércoles, 11 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [23]

miércoles, 11 de enero de 2012

Es un tipo simpático, bonachón. Seguramente, si le obligaran a definirse, emplearía estas dos palabras: simpático y bonachón. Llega a la piscina. Busca la mirada de Alberto Sancevá, única persona por los alrededores. Desea saludarlo, intercambiar algún comentario sobre el sol, el césped o cualquier otra cosa relacionada con la comunidad de vecinos, pero el escritor no le da el gusto. Se centra en el libro que está leyendo. Por el rabillo del ojo espía la gestualidad de su vecino, sus ganas de llamar la atención. Se despoja de la camiseta. Es redondo, blando, en exceso blanco y peludo. Se lanza a la piscina. Es una máquina de emitir sonidos. Le pega patadas al agua, resopla exageradamente. Se hace inevitable pensar en una morsa. No es más que un buen tipo al que le encanta entablar conversación con sus vecinos. Suele bajar a la piscina acompañado de su mujer, pero hoy ha venido solo. Su mujer también es simpática y bonachona. Catequista. Un día enganchó a Alberto cuando éste ya volvía a casa. Fue imposible desembarazarse de ella. La mujer no tuvo compasión y le contó su vida, de sus lejanos dieciséis años a los actuales sesenta y pico. Ríete de Proust. Evidentemente, Alberto Sancevá lo ha olvidado todo salvo su profesión: catequista. Hablaba de sus chiquillos (así llamaba a sus alumnos) mientras Alberto se veía obligado a hacer esfuerzos para que sus ojos no se estrellaran contra su escote. Ubres de otro tiempo. Ubres generosas, maternales. Ubres de pueblo profundo, incómodas en bañador. Recuerda que el verano pasado Jaime Castell vino a visitarlo con su hija. Entonces tenía siete años. Solo hacía unos días que había llegado de Francia. Allí vive con su madre. La niña jugaba en la piscina mientras Jaime y él discutían sobre algún asunto literario. Creo que el tema era Bernhard. Sí, era Bernhard. Alberto no entendía cómo a Jaime no podía gustarle (extrañamente, los argumentos empleados por Jaime Castell eran los mismos que en su día empleó para criticar a Céline o a Onetti). Entonces la catequista se acercó a la niña y empezó a hablar con ella. Abandonado el tema Bernhard, los dos amigos se centraron en la escena. Parecía que la conversación había encallado. La catequista repetía la misma pregunta una y otra vez. La niña miraba las ubres de la buena mujer y se encogía de hombros. No entiendo, intuyeron que decía. Al rato, la catequista se dio por vencida. Salió de la piscina y se acercó a los dos amigos. Alberto Sancevá se mordió los labios para no hacer un chiste.
               - Buenos días –dijo mientras las gotas de agua resbalaban por la abundancia de sus carnes, sin duda acrecentadas para poder abarcar tanta bondad cristiana-, ¿es su hija?
               Jaime Castell asintió sin incorporase, protegiéndose del sol con la mano.
               - Tiene una hija muy guapa y muy simpática. Debe estar orgulloso.
               - Gracias.
               - Es que verá –sonreía como una santa, como una virgen encendida por la piedad–, me he puesto a charlar con ella y se me ha ocurrido preguntarle si estaba haciendo la catequesis, pero no me ha entendido. 
               La sonrisa de Jaime se tensó. Alberto Sancevá empezaba a divertirse. Volvió a morderse los labios.
               - Es francesa –masculló–, vive en Francia.
               Ésta fue toda su explicación. Por lo demás, la niña ni siquiera estaba bautizada. En un arrebato de malicia, Alberto Sancevá deseó que su amigo aireara tal circunstancia, pero Jaime Castell no añadió nada más a su frase francófona. La mujer asintió sin dejar de sonreír. Fue a decir algo, pero finalmente se lo pensó mejor. Su espíritu evangelizador luchaba por detrás de sus ubres. De esto hacía un año. Debió ser un domingo, un domingo de julio o de agosto. Pese a su mala fama, a Alberto Sancevá siempre le han gustado los domingos. Soleados o lluviosos, lo mismo da. Los relaciona con la literatura. Le gusta, si es invierno, salir de excursión con el coche, solo. Deja que el azar o la intuición decidan la ruta. Lleva consigo varios libros. A veces, si no lo olvida en casa, el reproductor MP4. Paisaje, soledad, música y literatura. Si es verano, se conforma con bajar a la piscina con su silla plegable. Alterna música y lectura. Cuando el calor se vuelve insoportable, se zambulle en el agua y nada. Mientras lo hace, el pecho se le inflama de felicidad, de algo parecido a la felicidad. Cuando no puede más, se dedica a flotar panza arriba. La visión del cielo azul puede llegar a emocionarle. En momentos así, es capaz de llorar. Al cabo de un rato, regresa a la silla plegable, reanuda la lectura que interrumpió. Como ahora. Sólo espera que al vecino simpático y bonachón no le dé por acercarse. No le apetece hablar con él, intercambiar comentarios sobre la temperatura ideal del agua, sobre el calor que hace o el tamaño del césped. Ahora el vecino se seca, busca víctimas, pero no llega a animarse. Como una morsa, se frota contra el suelo. Mejor, así le deja en paz. Quiere terminar la novela que tiene entre manos. Quiere olvidarse del resto del mundo por unas horas. Después, cuando el sol ya haya castigado lo suficiente sus hombros y su pecho, subirá a casa y se pondrá a escribir. Una, puede que dos páginas de su diario, páginas que después, probablemente, acabarán en mi blog. Hablará de este domingo, de la novela que estuvo leyendo, de su vecino ruidoso y bonachón, tal vez de su mujer, la catequista. Le tiene mucho cariño a sus escritos de domingo. Es el día en que más inspirado se siente.

Escritos de domingo: